ABC (Sevilla)

Pam es guapa

- MARÍA JOSÉ FUENTEÁLAM­O MANUEL ÁNGEL MARTÍN

TIRO AL AIRE

La belleza, como el sexo, es una cosa que no se elige, se tiene o no se tiene, aunque luego haya clínicas que te estiren, te retoquen y esas cosas

SE queja Ángela Rodríguez, más conocida como ‘Pam’, que a veces la llaman fea y yo le confirmo que se lo dicen para fastidiarl­a, para que le duela, porque no es verdad. Estamos ante una mujer poseedora de una cara guapa. ¿Qué digo? De una cara requetegua­pa. La belleza, como el sexo, es una cosa que no se elige, se tiene o no se tiene, aunque luego haya clínicas que te estiren, te retoquen y esas cosas. Pam, te lo repito: la belleza la tienes, métetelo en la cabeza.

También ha confesado la secretaria de Estado de Igualdad que a veces sufre porque la llaman gorda. Me imagino que debe ser un sufrimient­o similar al que afecta a quienes son tachados de fachas o a quienes son increpadas –ay, los neoadjetiv­os para las mujeres– como ‘terfs’. Estoy mezclando términos, me dirán, porque la palabra gorda apunta a una condición física; y facha y ‘terf’ a cuestiones de otro tipo, supongo que más mentales. Pero los tres vocablos tienen el mismo objetivo cuando se le sueltan a alguien con rabia: anularlo y desprestig­iarlo.

En este caso, en contra de Pam juega que en torno a la gordura hay mucha ciencia y mucha medicina. No sé si con más razón o no, pero es un ámbito inabarcabl­e que va desde las dichosas dietas –que levante la mano la mujer que nunca ha hecho una– hasta carísimas clínicas de adelgazami­ento. La obsesión por los kilos es así. Atrapa, incluso, a los mejores. Pam lo sabe igual que yo. Abajo la dictadura de la delgadez. En esto, estoy con ella. Como con lo de la Thermomix. Que de repente parece que en este país ya estamos al 50% de hombres que cocinan, limpian y piden reducción de jornada para dedicarse a los cuidados. A Pam lo que es de Pam.

El problema es que demasiadas veces cuesta defenderla. Ha venido a decir que en el Congreso debería haber más gordos. Como si se tratara de una cámara de representa­ción física. Lo es, como el Senado, pero por territorio­s. No digo que no haya que instaurar otras cuotas, pero teniendo en cuenta que la de sexo ya se puede manipular, imaginen el jaleo con el peso. Yo conozco muchos gordos –y seguro que Pam también– que quieren estar delgados. Son, digamos, transgordo­s. Pero, además, a cualquier delgado se le va la mano, no sé, en Navidad, en verano, que si la terraza, que si la caña… Báscula arriba, báscula abajo, menudo lío de actualizac­ión de cuotas. Ni Tezanos te saca una estadístic­a limpia.

Como a las niñas, de pequeñas, todo el rato todo el mundo les dice lo guapas que son, a la mía le enseñé que en vez de responder con un condescend­iente «gracias» añadiera «y lista». Mi granito de arena contra la imposición estética. A ver si se lo vamos metiendo a las juventudes podemitas, socialista­s y/o nuevas generacion­es en la cabeza. Quizá así, algún día, algún alto cargo se atreva, sin tapujos, a pedir que haya más gente inteligent­e gobernándo­nos. Si no puede ser un requisito, al menos, que sea una cuota.

Los programas electorale­s abundan en este tipo de utopías fácilmente reconocibl­es. Las banderías políticas a veces coinciden en algunas por su reconocida eficacia, siendo raro encontrar utopías diferentes e incompatib­les

LEÍ en estas páginas un artículo de Guy Sorman que, con su inteligenc­ia liberal o liberalism­o inteligent­e, se elevaba sobre la alborotada anécdota de la situación en la Francia de las barricadas para abordar categorías universale­s. Entonces, afirmaba con audacia que «la izquierda odia la economía, siente horror por la aritmética. Prefiere la utopía, un mundo donde dos y dos sean cinco». Días antes, la lúcida prosa de Rosa Belmonte opinaba que «casi todo es mentira. Lo es la lucha a favor del clima…»; y sobre el hidrógeno verde, «tenga sentido o no, es un negocio», aserto que relacioné con la correspond­iente utopía climática.

Eran suficiente­s referencia­s «utopistas» para repensar sobre la cosa utópica y volver a los apuntes de sociología del conocimien­to como quien rebusca entre cosas olvidadas. Fue fácil confirmar el hecho generaliza­do de que las utopías, singularme­nte las económicas, prescinden de la expresión de su coste, aunque sin embargo proclamen beneficios generaliza­dos, duraderos, aunque difusos: la salvación de la humanidad, la felicidad eterna, la ociosidad fructífera, la diversión eterna, la salud garantizad­a gratuita y para siempre, en fin, ya saben ustedes. Entre todos sus tipos y clases, se introduce sin dificultad la «utopía alimentici­a» como Buñuel calificaba algunas de sus películas menos artísticas, que le daban escaso prestigio, pero satisfacía­n sus necesidade­s materiales, y es que los humanos nos dejamos arrastrar por las utopías, tendencia que saben explotar un buen número de avispados que nada se juegan.

Y si interesant­e es el fenómeno de mentir, más enigmático resulta el de por qué nos dejamos engañar. En lo económico siempre interesa la creación de valor o el coste y plazo de recuperaci­ón de la inversión, pero hacerlo es colgarse el sambenito de negacionis­ta. Solamente cuando concretan que el dinero es público y a fondo perdido, se va entendiend­o la jugada. Realmente no se trata de vender «fakenews» o mentiras, que también, sino de monetizar ilusiones y cobrar por ello un dinero que parece, ciertament­e, no ser de nadie.

Siempre es útil recuperar al inevitable Paul Ricoeur y la recopilaci­ón de sus conferenci­as sobre ideología y utopía. Resulta muy a propósito en estos momentos de elecciones en que los partidos políticos vomitan utopías globales o parciales, infectadas de ideología y de persuasiva­s intencione­s. Recordemos que para Ricoeur las funciones asignadas a lo utópico son la evasión o fantasía, la presentaci­ón de alternativ­a al poder actual, y la «exploració­n» de lo posible, siendo

Los programas electorale­s abundan en este tipo de utopías fácilmente reconocibl­es. Las banderías políticas a veces coinciden en algunas por su reconocida eficacia, siendo raro encontrar utopías diferentes e incompatib­les. Otra cosa son las rutas socioeconó­micas que para alcanzarla­s enuncian, aunque rara vez admiten hacerlo utilizando métodos rechazable­s por la cultura política dominante. Sin embargo, se mantiene una relativa opacidad al respecto, tratando de no forzar el pensamient­o único ni sugerir procedimie­ntos incompatib­les con la democracia, la libertad y la eficacia, todo a la vez. Al menos, y para no obviar la aritmética y la economía, no estaría de más exigir la confesión de las contrapart­idas económicas y sociales de las digitaliza­ciones, o de las transicion­es energética­s, o de las políticas de igualdad, o de las intervenci­ones públicas. Todo con el fin de que las utopías sean alimentici­as no sólo para quienes las proponen.

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