Pam es guapa
TIRO AL AIRE
La belleza, como el sexo, es una cosa que no se elige, se tiene o no se tiene, aunque luego haya clínicas que te estiren, te retoquen y esas cosas
SE queja Ángela Rodríguez, más conocida como ‘Pam’, que a veces la llaman fea y yo le confirmo que se lo dicen para fastidiarla, para que le duela, porque no es verdad. Estamos ante una mujer poseedora de una cara guapa. ¿Qué digo? De una cara requeteguapa. La belleza, como el sexo, es una cosa que no se elige, se tiene o no se tiene, aunque luego haya clínicas que te estiren, te retoquen y esas cosas. Pam, te lo repito: la belleza la tienes, métetelo en la cabeza.
También ha confesado la secretaria de Estado de Igualdad que a veces sufre porque la llaman gorda. Me imagino que debe ser un sufrimiento similar al que afecta a quienes son tachados de fachas o a quienes son increpadas –ay, los neoadjetivos para las mujeres– como ‘terfs’. Estoy mezclando términos, me dirán, porque la palabra gorda apunta a una condición física; y facha y ‘terf’ a cuestiones de otro tipo, supongo que más mentales. Pero los tres vocablos tienen el mismo objetivo cuando se le sueltan a alguien con rabia: anularlo y desprestigiarlo.
En este caso, en contra de Pam juega que en torno a la gordura hay mucha ciencia y mucha medicina. No sé si con más razón o no, pero es un ámbito inabarcable que va desde las dichosas dietas –que levante la mano la mujer que nunca ha hecho una– hasta carísimas clínicas de adelgazamiento. La obsesión por los kilos es así. Atrapa, incluso, a los mejores. Pam lo sabe igual que yo. Abajo la dictadura de la delgadez. En esto, estoy con ella. Como con lo de la Thermomix. Que de repente parece que en este país ya estamos al 50% de hombres que cocinan, limpian y piden reducción de jornada para dedicarse a los cuidados. A Pam lo que es de Pam.
El problema es que demasiadas veces cuesta defenderla. Ha venido a decir que en el Congreso debería haber más gordos. Como si se tratara de una cámara de representación física. Lo es, como el Senado, pero por territorios. No digo que no haya que instaurar otras cuotas, pero teniendo en cuenta que la de sexo ya se puede manipular, imaginen el jaleo con el peso. Yo conozco muchos gordos –y seguro que Pam también– que quieren estar delgados. Son, digamos, transgordos. Pero, además, a cualquier delgado se le va la mano, no sé, en Navidad, en verano, que si la terraza, que si la caña… Báscula arriba, báscula abajo, menudo lío de actualización de cuotas. Ni Tezanos te saca una estadística limpia.
Como a las niñas, de pequeñas, todo el rato todo el mundo les dice lo guapas que son, a la mía le enseñé que en vez de responder con un condescendiente «gracias» añadiera «y lista». Mi granito de arena contra la imposición estética. A ver si se lo vamos metiendo a las juventudes podemitas, socialistas y/o nuevas generaciones en la cabeza. Quizá así, algún día, algún alto cargo se atreva, sin tapujos, a pedir que haya más gente inteligente gobernándonos. Si no puede ser un requisito, al menos, que sea una cuota.
Los programas electorales abundan en este tipo de utopías fácilmente reconocibles. Las banderías políticas a veces coinciden en algunas por su reconocida eficacia, siendo raro encontrar utopías diferentes e incompatibles
LEÍ en estas páginas un artículo de Guy Sorman que, con su inteligencia liberal o liberalismo inteligente, se elevaba sobre la alborotada anécdota de la situación en la Francia de las barricadas para abordar categorías universales. Entonces, afirmaba con audacia que «la izquierda odia la economía, siente horror por la aritmética. Prefiere la utopía, un mundo donde dos y dos sean cinco». Días antes, la lúcida prosa de Rosa Belmonte opinaba que «casi todo es mentira. Lo es la lucha a favor del clima…»; y sobre el hidrógeno verde, «tenga sentido o no, es un negocio», aserto que relacioné con la correspondiente utopía climática.
Eran suficientes referencias «utopistas» para repensar sobre la cosa utópica y volver a los apuntes de sociología del conocimiento como quien rebusca entre cosas olvidadas. Fue fácil confirmar el hecho generalizado de que las utopías, singularmente las económicas, prescinden de la expresión de su coste, aunque sin embargo proclamen beneficios generalizados, duraderos, aunque difusos: la salvación de la humanidad, la felicidad eterna, la ociosidad fructífera, la diversión eterna, la salud garantizada gratuita y para siempre, en fin, ya saben ustedes. Entre todos sus tipos y clases, se introduce sin dificultad la «utopía alimenticia» como Buñuel calificaba algunas de sus películas menos artísticas, que le daban escaso prestigio, pero satisfacían sus necesidades materiales, y es que los humanos nos dejamos arrastrar por las utopías, tendencia que saben explotar un buen número de avispados que nada se juegan.
Y si interesante es el fenómeno de mentir, más enigmático resulta el de por qué nos dejamos engañar. En lo económico siempre interesa la creación de valor o el coste y plazo de recuperación de la inversión, pero hacerlo es colgarse el sambenito de negacionista. Solamente cuando concretan que el dinero es público y a fondo perdido, se va entendiendo la jugada. Realmente no se trata de vender «fakenews» o mentiras, que también, sino de monetizar ilusiones y cobrar por ello un dinero que parece, ciertamente, no ser de nadie.
Siempre es útil recuperar al inevitable Paul Ricoeur y la recopilación de sus conferencias sobre ideología y utopía. Resulta muy a propósito en estos momentos de elecciones en que los partidos políticos vomitan utopías globales o parciales, infectadas de ideología y de persuasivas intenciones. Recordemos que para Ricoeur las funciones asignadas a lo utópico son la evasión o fantasía, la presentación de alternativa al poder actual, y la «exploración» de lo posible, siendo
Los programas electorales abundan en este tipo de utopías fácilmente reconocibles. Las banderías políticas a veces coinciden en algunas por su reconocida eficacia, siendo raro encontrar utopías diferentes e incompatibles. Otra cosa son las rutas socioeconómicas que para alcanzarlas enuncian, aunque rara vez admiten hacerlo utilizando métodos rechazables por la cultura política dominante. Sin embargo, se mantiene una relativa opacidad al respecto, tratando de no forzar el pensamiento único ni sugerir procedimientos incompatibles con la democracia, la libertad y la eficacia, todo a la vez. Al menos, y para no obviar la aritmética y la economía, no estaría de más exigir la confesión de las contrapartidas económicas y sociales de las digitalizaciones, o de las transiciones energéticas, o de las políticas de igualdad, o de las intervenciones públicas. Todo con el fin de que las utopías sean alimenticias no sólo para quienes las proponen.