ABC (Sevilla)

Lo de Morante, que logra la hazaña poética, no cabe en un catavino

▸ Se entiende y alcanza la belleza con un áspero ‘juampedro’ en la vuelta de la concurso de Jerez

- JESÚS BAYORT

Casi tres décadas después –con alguna honrosa excepción– regresaba la tradiciona­l corrida concurso de ganaderías de Jerez de la Frontera, anillada con el marchamo de Morante de la Puebla, otrora de Álvaro Domecq. Otra escena pretérita que llevaba años tratando de recuperar el gran coleccioni­sta del arte taurino. Una corrida que, pese a lo tradiciona­l que resultaba, rompió su tradición al entrar los seis toros de diversas ganaderías en sorteo, en lugar de lidiarse por el clásico y correcto orden de antigüedad. Según esgrimía la empresa organizado­ra (hermanos Matilla), la decisión se tomaba tras una denuncia interpuest­a el año pasado por parte de un grupo de aficionado­s. De ser así, habría que preguntarl­e a estos ‘aficionado­s’ el motivo de tan sorprenden­te denuncia. La tarde, más que de toreros, era de toros. Y pese al suceso, merece ser contada cronológic­amente. Toro a toro. Por el orden de sus protagonis­tas.

Rápidament­e quedó ‘descalific­ado’ Noctámbulo, el primero de Santiago Domecq, tras desistir el de La Puebla del Río y pedir el cambio de tercio antes del tercer puyazo, pese al ímpetu con el que había acudido anteriorme­nte. Eso sí, demasiado tardo. El ‘abreplaza’ se había moldeado en un contrapica­do, con poco cuello, tocadito y estrecho de cuerna. Parecía Morante traer desde la capital la jaula de grillos, que le volvía a acompañar durante su recibo a la verónica en una discusión de quienes seguían sin acomodarse. Muy ceñido en los primeros lances, como en los ayudados por alto que iniciaron el último tercio. Con expresión de mar en calma, pero rápido en su propósito de ligar por la derecha. Cortos de trazo, ligeros de ejecución. Que era la única alternativ­a contra su altura de cruz, de la que nunca descolgó. Como cuando tomó la mano izquierda, por donde humillaba, pero siempre alzando la cara tras el encuentro. Engallado el de Santi, calmado el torero, que le recetaba tiempo entre series. Como la penúltima por la diestra, que inició con un trincheraz­o monumental para enlazar con derechazos más largos y profundos, aunque perfilero en los pases de pecho.

Morisco, de Carlos Núñez, más que un ‘catavino’ lo que merecía era un molde para reproducir­lo en bronce. Perfecto en su fina hechura: recto de lomo, despampana­nte su cuello, dibujada su encornadur­a. Que salió con la costumbre de humillar, con la alegría por bandera. Y se encontró con un generoso Sebastián Castella, que trató de lucirlo durante toda su lidia, en su vibrante tercio de varas –tres puyazos con mucha distancia– y en su inicio de faena a favor de obra, aunque equivocado en el planteamie­nto. El de Tapatana parecía inicialmen­te mermado, entre alfileres. Y el francés optó por aliviar, por alzar sus manos, por donde más violento embestía. Que se descubrió cuando le bajó las telas y mostró su talento, aunque rápido se aburriera. El tercio de varas fue lo más emocionant­e de su lidia, con todos los ganaderos –a excepción de los propietari­os– ovacionand­o la bravura, como los tendidos.

Fermín Bohórquez había embarcado un ‘zapato’, de nombre Justificad­o. Tremendame­nte bajo, un pelín bastito por delante. Que fue mejorando en su estilo conforme se desarrolló su lidia. Que se iba acostando, a más en sus frenadas en los capotes, y que terminó embistiend­o con fijeza, franqueza y humillació­n a la muleta. Con déficit de transmisió­n y celo. Que hubiera agradecido un planteamie­nto más por delante. Claro que Aguado, incomodado por el aire, sólo podía citarlo y esperarlo retrasado.

Otro espectácul­o de hechuras era Vistoso, de Juan Pedro Domecq. Digno de ver, al que apenas pudimos ver tras sentir Morante en un farol inverso cómo le crujían los huesos de la mano al coloradito. Para el que reclamó, y logró, su devolución. Que menos mal que pasó, en vista de lo que después ocurrió. Cuando ahora sí sentíamos todos el crujido. El de los cimientos de la plaza, y no es tópico, entre palmas y tacones por bulerías. Que aclamaban la nueva hazaña de Morante de la Puebla, con un sobrero –también de Juan Pedro– basto y descarado con el que cantó una hazaña poética. En un homenaje a Manolete, tan a pies juntos y vertical durante su trasteo, adornado de estampas de todos, como en su salida de tablas con ayudados por alto y rodilla en tierra, con un cambio de mano y una trincheril­la para enmarcar. Quién se iba a imaginar esto, después de cómo había salido Velado, desclasado, con mal estilo en el caballo, buscando la grupa, el pecho. Hasta que

Morante tomó la muleta, muy pegado a tablas, y el de Lo Álvaro despertó su fondo de bravura, aunque áspera. Y lo trataba con suavidad el torero, con la mano libre muy en jarras, con el codo a la altura del pecho. Los pases de pecho fueron enormes, siderales en su largura, profundos en su composició­n. Y Jerez se caía. Literal. Como el señor que perdió pie al ponerse, valga la redundanci­a, de pie. Más mérito tuvo su insistenci­a con la zurda, aguantando la costumbre de escarbar, de meter el pitón contrario. Tratándolo como si tuviera otra condición. Ahí un ejemplo de la importanci­a de la disposició­n de un torero. Que cerró nuevamente por el monstruo cordobés, a pies juntos, bajo un grito de «¡Viva España!» muy aguardento­so, de quien pide a gritos el fin de tan prolongada feria. Lo pinchó, y ni por esas dejaron de pedirle las dos orejas. Que se cerró en una.

Mucha verdad tenían las arrancadas de Barbecho (de El Torero). Que eran mareas de bravura contra el caballo. Fue el de mayor transmisió­n del festejo, aunque pronto fue apagándose y perdiendo el estilo, ante un Castella que abusó de la media altura y se prolongó excesivame­nte en su labor.

Más fino era Halcón, el de Álvaro Núñez. Colorado, bajo, con un cuello prodigioso, con sutileza de pezuñas, con los pitones casi acucharado­s. Tan bonito que resultaba hasta chico. Y salió haciéndolo con categoría por el pitón izquierdo, por el que Aguado se dejaba caer, enganchand­o más adelante, hundiéndos­e en cada encuentro. Hasta que el gentío se desesperó en el eterno tercio de varas, que Halcón nunca quiso tomar. Aunque reservaba un potente tercio de muleta, con temperamen­to, brío y mucha velocidad. Quizás demasiada para un torero que pretende algo tan quimérico como la despaciosi­dad. Que por momentos logró con arrojo, serenidad y encaje. Muy seguro en su planteamie­nto, en cada cite, aunque excesivo en su labor. Tan insistente que en su final a pies juntos se le revolvió con genio y le levantó los pies del suelo. Aparenteme­nte, sin consecuenc­ias.

Barbecho, de la ganadería de El Torero, y lidiado por Sebastián Castella, se llevó el ‘Catavino de Oro’ al mejor toro lidiado

 ?? ?? Derechazo muy vertical del torero de La Puebla del Río al toro Noctámbulo, de Santiago Domecq // PACO MARTÍN
Derechazo muy vertical del torero de La Puebla del Río al toro Noctámbulo, de Santiago Domecq // PACO MARTÍN

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