ABC (Sevilla)

Nadal contra Nadal

- JUAN MANUEL DE PRADA

« LA decisión no la he tomado yo, la ha tomado mi cuerpo», ha dicho Rafael Nadal, sugiriendo una escisión entre su ser consciente y su ser corporal. Han sido muchas las ocasiones en que el cuerpo de Nadal reclamó reposo, desgarrado por las lesiones: ocurrió a finales de 2005, cuando tuvo que empezar a usar plantillas; ocurrió en el otoño de 2009, cuando la tendinitis y los desgarros abdominale­s lo dejaron para el arrastre; ocurrió en el verano de 2012, cuando se tiró más de seis meses sin competir por culpa de su maltrecha rodilla izquierda; ocurrió en 2018, cuando se declaró su fatídica lesión en el psoas ilíaco; ocurrió en el otoño de 2021, en el que lo vimos caminar con muletas (y no sería la última vez). Mil veces el cuerpo de Nadal se rompió en mil añicos; y mil veces su ser consciente recompuso los añicos, desarrolla­ndo nuevas formas de juego que exigían un menor desgaste físico. Así se explica que haya podido mantenerse durante casi dos décadas en la cumbre del tenis, al lado de Federer y Djokovic, jugadores de técnica superior. Nadal logró medirse

EL ÁNGULO OSCURO

Ahora el ser consciente del tenista se rinde por un tiempo ante las súplicas de su cuerpo maltrecho. Pero volverá

con ellos en sus superficie­s predilecta­s, infligiénd­oles incluso sonadas derrotas; y reinó indisputad­amente sobre la tierra batida, la superficie que mejor se adaptó siempre a los sucesivos avatares de su juego.

Nadal ha sido un ave fénix, capaz de renacer de sus cenizas en medio de las circunstan­cias más adversas. Siempre se habla, cuando se trata de encomiarlo, de fuerza, de coraje, de garra; pero se olvida su habilidad para cambiar de piel, para imponer su ser consciente sobre su ser corporal. El joven rozagante que alcanzaba todas las bolas, pegándose unas carreras inverosími­les, fue mutando en un jugador maduro que ya no necesitaba correr tanto, porque aprendió a servir y a restar mucho mejor, porque logró imprimir a la pelota una altura, un peso y unos efectos endiablado­s, porque –en fin– logró intimidar a sus adversario­s con su mera presencia. Así logró suplir sus carencias físicas, hasta llegar a la pasada edición de Roland Garros, que ganó con un pie muerto, al mejor estilo del Cid Campeador. Luego cometió el error craso (el más calamitoso de su carrera) de competir en la hierba en Wimbledon, por el ansia de enfrentars­e a Djokovic, con quien tan indecorosa­mente se había portado en Australia.

Ahora el ser consciente de Nadal se rinde por un tiempo ante las súplicas de su cuerpo maltrecho. Pero volverá; y cuando vuelva no será para ser un comparsa, al estilo de esos Murray o Wawrinka, que se arrastran por torneos menores empañando su historial. Nadal merece bailar no una, sino dos veces más (Roland Garros y Olimpiadas), sobre la tierra roja de la Philippe Chatrier, su reino particular. Y merece hacerlo contra Djokovic, su némesis, para disputarle el cetro histórico del tenis. Tal vez, como les ocurría a los teólogos Aureliano y Juan Panonia en el relato borgiano, para que la insondable divinidad Nadal y Djokovic formen una sola persona.

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