Castella rinde Madrid como en sus grandes tiempos
▸ El torero de Béziers desoreja al bravo Rociero de Jandilla y abre por sexta vez la Puerta Grande
Volvía a Madrid Sebastián Castella, el torero galo con inigualable palmarés en el siglo XXI venteño: veinticuatro orejas (dos más desde ayer), cuatro toros desorejados (que ahora son cinco) y una manita de salidas a hombros, que son seis desde este 19-M. Por la Puerta Grande se marchó entre el éxtasis colectivo que aupaba a hombros a la máxima figura que ha parido Francia. «¡Torero, torero!», coreaba la afición que se arremolinaba en ese umbral donde el mundo terrenal se acerca al cielo de Madrid.
Contra aquellos que pasan la tarde uniformando sueños y aplacando expectativas, rugieron el Castella de los mejores tiempos y Jandilla. Fabulosa la faena y fabuloso el toro. La alegría de su nombre, Rociero, era el preludio de su alegre embestida. Encastado y a más. Visto el transcurrir de la buena (y no sobrada de fuerzas) corrida, lo cuidaron en varas antes de la perfecta lidia de Chacón. Le enseñaba el camino su capote, corrido a una mano de punta a punta de la plaza. Magistral. Sabía el gallo de Béziers que en ese ejemplar negro de 515 kilos, herrado con el 87, se escondía el paraíso al que llegaría a las nueve y media de la noche. Antes descorchó la obra por estatuarios a la vera de la Puerta de Madrid. Un preludio de lo que se avecinaba. Apretadísimo ese toreo por alto, elevándose ya hacia el triunfo. La pasión, según Castella y Rociero, se escribía entonces. Y Eolo lo sabía. Anda que se iba a perder el acontecimiento. En el abrigo del 5 y el 6 presentó la muleta con inteligencia, puesta y dispuesta, para ligar una tanda en redondo mientras soplaba el viento. Arrastraba las telas Sebastián, barrida cada vez más la arena, con cambios de mano al ralentí. Hubo uno que era esa gota de agua que cae de un grifo mal cerrado, hecho de perezas en ese parque eólico en el que se había convertido entonces el redondel, sin poder lucirlo en los medios. Complicado manejar los trastos incluso con ayuda, pero tan centrado andaba el francés que no pareció importarle: otro cambio de estación trasladó al edén de las yemas que cuentan los billetes. Vertical y encajado, roto y profundo, con esa cintura juncal cubierta de blanco y plata. Como la luminosa embestida. Rugía Madrid como no ha rugido en toda la feria. Se ponían en pie los tendidos, las palmas soltaban los copazos y se abrasaban de tanto aplaudir. Un coro de ‘oooles’ eran las gargantas, completamente afónicas a las ocho y media de la tarde. Su valor se recreó en una espaldina y se abandonó en otra tuerca de manos. A milímetros de los pitones se colocaría después a izquierdas, en el terreno del fuego ojedista con el nobilísimo y fantástico Rociero. Castella jugaba ya a su antojo con el toro que había mamado la bravura de la hierba extremeña, rendido a sus telas de temple y dominio. Epilogó el torero como prologó: por alto. Por manoletinas ahora. Ceñidas como en una primera cita con final feliz. Sólo un desarme afeó la maciza pieza cuando ya el bravo toro pedía la muerte, con sus redondas he
MONUMENTAL DE LAS VENTAS.
Viernes, 19 de mayo. Novena corrida. ‘No hay billetes’. Toros de Jandilla y Vegahermosa (6º), bien presentados y de buen juego en conjunto dentro de su justa fuerza; destacaron 2º y 4º; bajaron 5º y 6º.
de blanco y plata. Estocada caída (silencio). En el cuarto, estocada. Aviso (dos orejas). Sale a hombros.
SEBASTIÁN CASTELLA, JOSÉ MARÍA MANZANARES,
de marino y oro. Estocada caída (saludos con protestas). En el quinto, pinchazo y estoconazo (silencio).
de buganvilla y oro. Media tendida (silencio). En el sexto, pinchazo hondo, tres pinchazos y dos descabellos. Aviso (silencio).
PABLO AGUADO,
churas completamente entregadas. Muy claro lo vio el matador, que enterró el acero hasta la empuñadura. Llamaba por teléfono don Eutimio, sabedor de que ante cualquier decisión le esperarían con las escopetas cargadas. Dos orejas inapelables para la mayoría y generosas para unos pocos ascendieron a Castella al Olimpo de los elegidos. Seis Puertas Grandes seis. Y el que venga detrás que arree...
Buena condición había tenido el toro de su reencuentro, pero tan blandito era que un sector pidió rápido su devolución. Al mínimo desatino el noble jandilla perdía las manos y aquello no valía para esta plaza, aunque sí en cualquier otro escenario.
Ay, Lodazal
El otro gran toro del sexteto fue el segundo, Lodazal, hecho cuesta arriba y sin rebosarle la fortaleza, pero con una condición superior. De «gloria bendita» calificaba la embestida mi vecino octogenario. No se equivocó. Cómo colocaba la cara, pero Manzanares se empeñaba en despedirlo hacia fuera. Látigo y seda exigía el bravo Lodazal: ay, que pocas veces se reunió en la faena del alicantino esa difícil conjunción, salvo en una vibrante última tanda. El derecho era el pitón. Planeaba por ese lado, haciendo el avión como cuando los niños sin móviles se dedicaban a comunicarse con avionetas de papel. Qué maravillosa embestida, qué prontitud y profundidad. Pero por h o por b, por los tirones o el tacto, Manzanares no terminó de encontrarle el punto G. No se libró del grito que el día anterior habían dedicado a Rufo: «¡Se va sin torear!». Las protestas en los saludos decantaron la balanza a favor del jandilla.
Más se templó en el saludo al quinto, que luego apenas sirvió. Como el sexto, en el que pedían la hora a Aguado. Antes, con un tercero de fenomenal tranco pero blandito, no le echaron cuentas. Inadvertidas pasaron entre las rayas las caricias con las que acunaba la clasecita de Secretario. La rendición de Madrid llegaría con un torero de Francia que reverdeció laureles e hizo historia.