ABC (Sevilla)

Una historia de dos ciudades

- POR MARTA SAN MIGUEL

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

«La clave está en respetar los lugares que habitamos. Hay una arquitectu­ra emocional en los balcones y las ventanas a las que todos nos hemos asomado. Al otro lado de los edificios hay familias enteras viviendo, hay estudiante­s con la luz encendida y gente que plancha, que abre los armarios y guarda las conservas que acaba de comprar, hay madres que lloran, hijos que rompen algo, ancianos solos, vaho en las paredes de un baño, hay cañerías y gotelé, hay pelusas, alguien que cose, hay piel y alfombras, aspiradora­s, puertas blindadas y quintos sin ascensor»

LA calle está desierta a pesar de ser media tarde de un sábado. Ha llovido, y las luces de las ventanas cerradas se filtran hacia fuera para recordar que, cuando llueve, en la pequeña ciudad donde vives uno no sale a pasear, si acaso sale a algún recado, a una forma práctica de existencia que haga que merezca la pena mojarse. Así que a esas horas, salvo algunos jóvenes que buscan ocio, solo se escuchan los neumáticos sobre los charcos con su sonido de papel rasgado al pasar, y tus pasos, claro, que caminan hacia la Filmoteca.

Es asombroso cómo cambia una ciudad mientras la luz del día se va apagando sobre ella. Su proceso de transforma­ción me recuerda a esos segundos de parón escénico en el teatro cuando los técnicos mueven rápido el decorado para que la función continúe, mientras nosotros, sentados en las butacas, fingimos no verlo. Miro las farolas que se encienden ante mí y me pregunto si no estaremos fingiendo también con las ciudades. De unos años a esta parte hay algo sospechoso en la transforma­ción de nuestras calles, algo que está haciendo mutis por el foro y que transmite la misma impresión que los carteles electorale­s que salpican estos días las fachadas; caras que te miran sin ver, sonrisas que se mojan y se deshacen cuando llueve.

Entre restaurant­es, panaderías con carta de harinas y bares que han cambiado de nombre, la Filmoteca mantiene sus puertas de madera. Accedemos para ver ‘Arquitectu­ra emocional 1959’, de Elías León Siminiani, que tras ganar este año el Goya al Mejor Cortometra­je, al fin la proyecta en su ciudad natal: «Aquí me siento en casa», nos dirá más tarde, cuando el grupo de extraños que hemos dejado los paraguas en el vestíbulo hayamos ocupado nuestras butacas y le escuchemos hablar del proceso de creación. Define casa, me dan ganas de preguntarl­e. Pero su presentaci­ón termina, y tras los aplausos, nos quedamos a oscuras.

Lo primero que se ve en la pantalla es un banco de piedra en la Ciudad Universita­ria de Madrid y ahí comienza la historia de amor entre Sebas y Andrea. Nos los cuenta una voz en off que acompañará toda la cinta. Nos dice que están en 1958, al inicio del curso académico, como se ve en la ropa y los accesorios que llevan los protagonis­tas, pero la imagen está grabada en el presente, con los coches veloces pasando de fondo hacia el Arco de la Victoria de Moncloa. Así es toda la película, una imagen real que sin embargo te catapulta a la ciudad pretérita con ayuda del atuendo, sí, pero también de suculentas imágenes de archivo. Pero volvamos al banco. Andrea se sienta allí sola cada día hasta que Sebas se acerca y sucede el primer encuentro, el titubeo de los desconocid­os, lo cortés. «Te acompaño a casa», le propondrá al cabo de un rato el chico. Y entonces se despliega un mapa de Madrid en la pantalla, y sus pasos se irán marcando en guiones rojos mientras avanzan por el escenario de su incipiente relación, hasta que llegan a casa. Define casa.

El arquitecto Secundino Zuazo es el hombre que diseñó el edificio donde reside Andrea en la calle Antonio Maura, pero también el bloque de trabajador­es de la Colonia San Cristóbal donde reside Sebas. Artífice también de Nuevos Ministerio­s o la Casa de las Flores, Zuazo es el protagonis­ta involuntar­io de los siete kilómetros que separan ambos domicilios, y, por tanto, de la distancia no medible de dos seres que se quieren, o se quieren querer.

Me pregunto si el arquitecto intuyó el impacto emocional que tendría su forma de diseñar la ciudad que estaba naciendo sobre sus planos en las personas reales que los iban a habitar; no en Sebas o Andrea, que a fin de cuentas son actores interpreta­ndo una ficción, sino en nosotros. Me pregunto si llegó a pensar que algún día la ciudad sería demasiado pequeña para acogernos a todos, a pesar de que se iban a construir cientos de nuevos portales, con sus patios interiores en vez de corralas y sus líneas de metro. En aquel momento la palabra gentrifica­ción aún no había enraizado y la arquitectu­ra dibujó paisajes para las generacion­es que vinieron después, generacion­es que hoy en día no se reconocen en las aceras que pisan, o a sus vecinos, generacion­es que temen la renovación de un barrio porque su mejora trae consigo un aumento del precio del metro cuadrado y, por tanto, un éxodo. Viendo el Madrid del cortometra­je, pienso en la nueva Ley de Vivienda: si sobre el papel se sostenían hasta las controvert­idas cúpulas del arquitecto Guastavino, ¿cuál será la clave de bóveda del texto que publicará el BOE para asegurar el acceso a un hogar de las generacion­es venideras mientras usamos con mesura nuestros recursos turísticos, cómo soportarem­os el progreso si este se apoya exclusivam­ente en la ingeniería económica?

La clave quizá esté en volver a respetar los lugares que habitamos. Porque hay una arquitectu­ra emocional en los balcones y las ventanas a las que todos nos hemos asomado, y eso es lo que hace la película de Siminiani: obligarnos a mirar a los ojos nuestras fachadas. Al otro lado de los edificios que asisten a una historia de amor de hace medio siglo, pero rodada de nuestro presente, hay familias enteras viviendo, hay estudiante­s con la luz encendida y gente que plancha, que abre los armarios y guarda las conservas que acaba de comprar, hay madres que lloran, hijos que rompen algo, ancianos solos, vaho en las paredes de un baño, hay cañerías y gotelé, hay pelusas, alguien que cose, manos que se tocan, hay piel y alfombras, aspiradora­s, puertas blindadas y quintos sin ascensor; y es así, hasta que se enciende la luz en la Filmoteca. ¿Y ahora, qué? Con los títulos de crédito algo se apaga. Y así aplaudo, con la sensación de que la ciudad que he visto no existirá jamás. Porque algo que no somos ni usted ni yo se está apropiando de los espacios que nos precediero­n.

Afuera, la lluvia es un telón que funde a negro la noche. El amor se ha quedado en un rincón de la pantalla, y en la calle no hay pasos ni planos ni mapas, solo el silbido del agua al caer sobre los capós, sobre los carteles electorale­s en las marquesina­s que brillan avisando de que están ahí, mirándonos sin ver, como miramos nosotros al eludir el impacto emocional que tiene quitar un banco para poner una terraza, el impacto de pasar por delante del portal donde vivía alguien que conocías y que ahora ofrece apartament­os con clave de entrada; el impacto de ver las ventanas cerradas por las que ya nunca saldrá el olor de una tortilla francesa al caer la noche, ni las voces desde los balcones precintado­s y a la venta. De vuelta a casa, me pregunto cómo será la ciudad que cuente el cine el día de mañana, si quedarán bancos donde suceda alguna historia de amor aunque llueva.

Marta San Miguel es escritora y periodista

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