ABC (Sevilla)

El fútbol como paradigma

- JOSÉ MARÍA CARRASCAL

POSTALES

Decir «tolerancia cero con el racismo» y que todo siga como iba no arregla nada. Ningún título, incluido en el próximo Mundial, vale el ser racista

SI el Barça es «algo más que un club», el fútbol es bastante más que un deporte. Es un enorme saco donde van a parar los sueños, frustracio­nes, esperanzas o penas de lo que llamamos la gente, personas anónimas que nacen, crecen, trabajan y mueren sin haber tenido nada extraordin­ario a lo largo de su vida. Pero que en su estadio, rodeados de gente como ellos, sienten como si su yo se expandiese al formar parte de un colectivo mucho más ancho y potente. Es la magia del fútbol, deporte muy sencillo ya que consiste en introducir un balón muy pequeño en una portería muy grande. Pero que no resulta nada fácil. Primero, porque se juega con los pies, mucho menos diestros que las manos y los resultados son mínimos. Y luego porque la portería está defendida por un hombretón que puede usar su entero cuerpo para evitarlo, con la ayuda de otros diez que no se andan con contemplac­iones. De ahí que el marcar un gol sea celebrado con el entusiasmo de una fiesta mayor y produzca, dicen los autores, el placer de un orgasmo.

Que el fútbol es el deporte rey es indiscutib­le. Que mueve pasiones y miles de millones de dólares y euros, y que es la mejor (y puede que única) avenida para que un joven del tercer mundo llegue a rico, está a la vista. Como también resulta inevitable que todo ello conduzca a corrupcion­es e incluso reviva hábitos que creíamos desterrado­s. El racismo, por ejemplo. Esa pasión que despierta en sus seguidores, ese ansia de que su equipo gane no importa cómo, ese convertir al rival en enemigo, rasgos que tienen mucho del ultranacio­nalismo. Pero ese nacionalis­mo de barrio tiene todas las caracterís­ticas y vicios del nacionalis­mo de Estado, desde deshumaniz­ar al rival, haciéndole descender a nivel animal, a colgar su efigie ya que no pueden hacerlo en persona. Sin que se hiciera nada, Vinicius fue objetivo de sus linchadore­s potenciale­s desde las gradas, por lo que decidió abandonar el campo, aunque sus compañeros le convencier­on de que no lo hiciese.

La injusticia fue tan grande que ha sacudido no sólo los cimientos del fútbol español, sino de la política mundial. Con el presidente brasileño acusándono­s de racistas. Hubo incluso un primer intento de echar la culpa al temperamen­to explosivo de Vinicius. Lo que faltaba, aunque pronto todos empezaron a decir que no era el culpable. La primera víctima fue uno de los jueces del VAR que había escamotead­o las imágenes que mostraban que había sido agredido. Siguió la detención de quienes le habían y vejado. Anunciándo­se que habrá más. No basta. En torno a quienes le insultaban había centenares, miles de personas. Pero nadie se levantó a decir a aquellos gamberros que estaban ensuciando su estadio, su club, su ciudad. El fútbol español está enfermo. Habrá que ver cómo reaccionan las autoridade­s deportivas, judiciales y gubernamen­tales. Decir «tolerancia cero con el racismo» y que todo siga como iba no arregla nada. Ningún título, incluido en el próximo Mundial, vale el ser racista.

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