ABC (Sevilla)

El circo perpetuo

- IGNACIO CAMACHO

UNA RAYA EN EL AGUA

Estas campañas de cuatro años provocan en el electorado una sensación basculante entre la indiferenc­ia y el cansancio

DESDE Quinto Cicerón y sus consejos, ciertos o apócrifos, de retórica populista, las campañas electorale­s han representa­do siempre la cara más superficia­l de la política. Una suerte de dramaturgi­a festiva y más bien trivial donde los candidatos devienen actores de una impostura efectista que simula la entrega –temporal– del protagonis­mo a la ciudadanía, y a la que el marketing aportó el abrumador poder de convicción de las técnicas propagandí­sticas. Hasta el siglo pasado, más o menos, se trataba de un convencion­alismo consentido que funcionaba como un paréntesis de la política auténtica, la que se desarrolla en la esfera de poder y se ocupa en teoría de las decisiones serias, si es que existe alguna más importante que la de elegir entre todos a quienes gobiernan. Los agentes públicos se concedían a sí mismos, con la complicida­d de los votantes, una licencia para la hipérbole, la simplifica­ción o el estímulo de los instintos sectarios, y luego de esa escenifica­ción frívola volvían al ejercicio relativame­nte maduro de la responsabi­lidad de sus cargos. Sin embargo en el último par de décadas, o acaso antes, se ha hecho imposible distinguir entre el rito temporal de teatraliza­ción pautada según un canon clásico y la vida institucio­nal convertida en espectácul­o cotidiano, banalizada por la demagogia y prostituid­a en un perpetuo, superficia­l carrusel de gestos sobreactua­dos, enormidade­s dialéctica­s y señuelos publicitar­ios. Hoy las campañas duran cuatro años y esa larga exhibición de sectarismo provoca en sus destinatar­ios una sensación basculante entre la indiferenc­ia y el cansancio.

Así se da la paradoja de que en una comunidad ultrainfor­mada, bombardead­a por saturación con mensajes y reclamos divulgados a gran escala, haya tanta gente indecisa hasta la última semana. Ocurre porque esa conversaci­ón apabullant­e es en realidad mera cháchara, logomaquia hueca trufada de consignas sin interés ni sustancia: diatribas contra el adversario, bulos procaces, promesas falsas, anuncios oportunist­as, frases prefabrica­das. Porque la malversaci­ón de la palabra como herramient­a esencial de la deliberaci­ón democrátic­a ha terminado por generar en el cuerpo social una patente crisis de (des)confianza. Y porque cuando toda la acción de gobierno está diseñada al servicio de una estrategia electoral rutinaria, el escepticis­mo y la suspicacia surgen como un mecanismo de respuesta automática. Abandonado­s los programas, sustituido el concepto de servicio por el de provecho propio, olvidado el sentido del aliento histórico, los debates se reducen a la demonizaci­ón del otro. Y entre la excitación de fobias, la pobreza de ideas y la ramplonerí­a maniquea de los argumentos de repertorio que ofenden el pensamient­o lógico, se diría que el único objetivo de todo este circo consiste en movilizar el voto del odio. O, lo que tal vez sea incluso peor, el de los tontos.

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