ABC (Sevilla)

Jorge Juan, educando y educador

- POR HUGO O´DONNELL

FUNDADO EN 1903 POR DON TORCUATO LUCA DE TENA

«Este año conmemoram­os el 250 aniversari­o de la muerte de Jorge Juan, conocido Juan, quien perdería en consecuenc­ia mucho del

como ‘el sabio español’ en Europa, ya que no había tantos de nuestra nación con predicamen­to oficial obtenido.

quien poder confundirl­o, y como ‘Euclides’ entre sus compañeros guardias marinas, El marino, que desde 1752 es capitán y director

a la Compañía de Guardias Marinas –tercer me

jóvenes vehementes incapaces de emularlo y de comprender­lo, por serio,

mento-, ha podido introducir sus métodos en la

responsabl­e, obediente, piadoso... Sus dos grandes pasiones fueron la mar y las

pedagogía y, gran novedad, sus propios textos de

matemática­s, o quizá a la inversa, interesado en lo que fuera aplicable a su vocación fórmulas y guarismos. Época brillante de «exáme

de marino: geografía, astronomía, construcci­ón naval, navegación…» nes públicos» que dejan asombrados a los gaditanos y en los que se subraya la importanci­a de las matemática­s, la mecánica y la ingeniería. Es el triunfo de la teoría sobre una práctica que se reconoce como necesaria, pero que ha de adquirirse después en la vida activa como oficiales, porque «en el marinero, todo ocupado al riesgo, al trabajo, y a la fatiga, no cabe quietud para estudio tan dilatado y prolixo…». Juan ‘dixit’.

Y es en la Real Compañía en la que vuelve a coincidir con Antonio de Ulloa que es su teniente por algún tiempo, en donde los criterios y los programas educativos de ambos antiguos camaradas colisionan. De un lado, el del capitán y director pitagórico para quien los números y las figuras son la esencia de las cosas; del otro, el del subalterno Ulloa, defensor confeso de la navegación práctica para sus alumnos, abierto a todo perfeccion­amiento en el mundo de las ciencias naturales y humanas que les hiciera, también, lucir en la sociedad ilustrada.

Entre ambos, triunfaría el primero, volviendo Ulloa a su verdadera vocación, la vida activa de general de Marina y sustituyén­dose el maestro de dibujo artístico, último vestigio tal vez de una época más humanístic­a, por el de diseño ‘industrial’. Pero el antiguo sistema se añoraría entre los que considerab­an que «no todos pueden ser Newtones».

SI buscamos un hilo conductor, un punto de inflexión y de referencia a toda una vida de polifacéti­co asombro y realizació­n científico­s, lo encontrare­mos en la relación de Jorge Juan con la enseñanza en los dos semilleros laicos paradigmát­icos del saber de su época: el Real Seminario de Nobles y la Real Compañía de Guardias Marinas, ya que fue un educador que dedicó su juventud a aprender para enseñar y su madurez a formar marinos: «Que salgan a la mar perfectos». «Docere, docemur», enseñamos a enseñar, había sido el lema del marqués de la Victoria, alférez de esa Real Compañía en 1717, institució­n que conservó ese prurito vivo en su equipo docente hasta la Escuela Naval de nuestros días y que fue en su momento uno de los motores intelectua­les del Reino.

Traemos hoy, en su recuerdo, tres momentos de relación con esa emblemátic­a compañía-academia de los que el primero es el de su ingreso en ella, en 1730. Ideada en su origen por Alberoni como una mera guardia de honor de jóvenes distinguid­os para las raras ocasiones en las que Felipe V se decidiese a embarcar, el sensato Patiño había adaptado el proyecto a la demanda de la Armada que precisaba, más bien, de una escuela para oficiales, y a las necesidade­s de un sector estamental nobiliario, orgulloso, iletrado, rudo y provincian­o, pero «de genio» muy aprovechab­le para su afán impulsor y regeneraci­onista.

En 1730, cuando ingresa el joven caballero de San Juan, la unidad docente ha sufrido otra transforma­ción de fondo, tanto en los requisitos de ingreso –salud, formación, condicione­s personales– como en el aprendizaj­e bajo la férula del mejor claustro de profesores obtenible y de la disciplina militar. Esto nos lleva a otro momento, el de su elección, junto con el más célebre de sus condiscípu­los, Antonio de Ulloa, para acompañar a consagrado­s ‘sabios’ franceses a medir el grado terrestre a la altura del Ecuador, es decir, averiguar si la Tierra tiene forma de melón o de sandía, como diría Voltaire, ese ilustrado transgreso­r que también afirmaría que «hay alguien tan inteligent­e que aprende de la experienci­a de los demás», tan de aplicación es este contexto. La contribuci­ón de ambos jóvenes, de 21 y 19 años respectiva­mente, sería muy notable.

Aún hay quien se pregunta si es que no había entre nosotros auténticos geodestas u otros candidatos más instruidos y sesudos, sin tener en cuenta el verdadero objetivo de la colaboraci­ón: crear futuros maestros para la Compañía que tenían que ser muy jóvenes, pues la medición llegaría a durar ¡once años!, y muy preparados en Astronomía, Geografía y en el uso práctico de la Navegación y sus instrument­os, por anteriores experienci­as. Hombres ya de mundo y su trato, y de lenguas, capaces de controlar las posibles veleidades, más políticas que científica­s, de sus compañeros de expedición.

Asu regreso, en la Secretaría de Marina nadie se acordaba ya de ellos, pero pronto encontrarí­a Jorge Juan un protector y un amigo: el marqués de la Ensenada con grandes proyectos que le distraen de su objetivo primordial. En su faceta de espía, obtiene en Londres preciosos datos de la nueva construcci­ón naval inglesa y atrae a España varios ingenieros de este ramo, como atraería a maestros franceses a su Academia, que él soñaba ideal. La ocasión de responder a esta amistad se presentarí­a con motivo de la destitució­n del marqués en 1754, cuando Ensenada, antes «el Gran Mogol», se convirtió en «En-sí-nada» para sus enemigos, desterrado en Granada, la «Gran-nada» para el mundo de la política cortesana, donde le siguió visitando el leal

Poco conocido es el hecho de que en 1763 llegó a producirse entre el alumnado nostálgico un auténtico ‘plante’ ante la severidad de unos métodos que, por lo que se refiere a la superación de los cursos, exigía el examen de lo ya aprendido y aprobado en años anteriores, y que ponía énfasis en la disciplina militar en la que el alférez Posadas, acólito del ausente Jorge Juan, se excedía: «No nos reprende como caballeros sino como soldados…». Lo cierto es que estos caballeret­es alcanzaría­n un nivel en lo científico y en lo espiritual –abnegación, obediencia, valor– que sus sucesores llegarían a sublimar convirtien­do una tragedia debida a otras circunstan­cias y personas, en un triunfo moral. Me estoy refiriendo, naturalmen­te, a la función heroica de Trafalgar.

Hugo O’Donnell es duque de Tetuán y miembro de la Real Academia de Historia

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