Del infierno de la frontera a un histórico hotel en Manhattan
El final imprevisible de la travesía para muchos inmigrantes es un establecimiento emblemático, el Roosevelt, que en su día fue de los más lujosos de Nueva York. Cerca de 45.000 solicitantes de asilo llenan albergues y refugios en la ciudad
Hubo un tiempo en el que la entrada del Roosevelt Hotel, a la vuelta de la esquina de la monumental estación de tren Grand Central de Nueva York, era un trasiego de limusinas. Esta semana reina el bufido ronco de autobuses escolares –dilapidados y amarillos– que llevan y traen inmigrantes hasta este lugar, un símbolo de la presión humanitaria que sufre la Gran Manzana en la oleada migratoria que vive EE.UU.
El Roosevelt se inauguró en 1924 y fue un establecimiento de postín durante décadas. Aquí organizó convenciones el partido Republicano y los grandes equipos de béisbol de mitades del siglo XX paraban a comer en su asador, en el que tocaba Guy Lombardo, estrella musical de la época. Como otros hoteles históricos de la ciudad, el Roosevelt cayó en declive y la pandemia de Covid-19 fue la puntilla. Cerrado desde 2020, ahora ha sido alquilado y reconvertido en albergue por la ciudad de Nueva York, desesperada ante la falta de camas para atender la llegada de solicitantes de asilo desde la frontera con México. En los últimos meses, han llegado hasta aquí más de 70.000 personas y 45.000 siguen hoy refugiadas en hoteles, albergues y centros de acogida.
Desfile de familias
Las aceras del hotel –más de mil habitaciones, ocupa una manzana entera– son un desfile constante de familias con niños pequeños, el perfil que tiene más posibilidades de no ser expulsados y buscarles acomodo nada más cruzar la frontera. Llevan bolsas de tela grande con sus pertenencias, con pañales o ropa donados, algunos todavía conmocionados por el estruendo del Midtown neoyorquino, el taladro neumático, las bocinas de los coches, el zumbido de los sistemas de refrigeración de los rascacielos. Solo ellos y los equipos de servicios sociales de la ciudad pueden entrar en el vestíbulo del hotel, que no ha perdido la grandeza pasada, custodiado por la Guardia Nacional de Nueva York
«Llegamos ayer», dice Juan, después de un periplo duro por México con su mujer, Tatiana, y dos niñas pequeñas. «Fue muy triste, muy difícil», asegura ella sobre la travesía hasta la frontera. «No teníamos comida, ni agua, las niñas lo pasaron muy mal. Tuvimos que cruzar el río con el agua hasta el cuello». Les detuvieron en San Antonio (Texas) y llegaron hasta aquí en uno de los cientos de autobuses que el gobernador republicano de aquel estado, Greg Abbott, ha enviado a las grandes ciudades demócratas del país
–en especial, Nueva York, Washington y Chicago–, que se declaran «santuarios» para los inmigrantes. A ellos les daba igual dónde llegar. «Donde fuera», dice Tatiana, que relata cómo en medio de la violencia que vive su ciudad, Bogotá, mataron a su padre, a su tío y ella sufrió un ataque el año pasado. «Solo queremos trabajar. De lo que haya, que nos den una oportunidad», dice Juan.
Es lo mismo que desean Sandra y Mohamed, venezolanos, llegados también con su familia. Ella trabajaba como maestra y él como comercial. Decidieron dejarlo todo y tratar de llegar a EE.UU. porque con sus salarios ya solo podían vivir en la pobreza y por la inseguridad. «Las bandas de delincuentes que están allí con Maduro actúan como la mafia», cuentan delante de la puerta del hotel, con algunas de sus letras doradas despegadas del letrero. «Si no estás de parte del Gobierno, no eres nadie».
Josmar también llegó desde Venezuela, pero hace ocho meses. Ha estado dando tumbos por albergues de toda la ciudad hasta encontrar un hueco en el Roosevelt con su mujer, Valeria, que acaba de cruzar la frontera con sus hijas. Ambos atravesaron la peligrosa selva del Darién, en Panamá, en