Aquel 11 de marzo
Mi generación se hizo mayor aquel día, de golpe
COMPLEMENTO CIRCUNSTANCIAL
COMO en los plazos fijos de los bancos, la memoria tiene sus propias ventanas de liquidez que nos permiten recuperar, de manera íntegra y hasta con intereses, los recuerdos que depositamos en los fondos de la memoria. Hay recuerdos tan íntimos que se hacen prácticamente intransferibles de tan personales que son, ya sabe, el nacimiento de un hijo, la muerte de una madre… recuerdos que al conjurarlos nos traen con una nitidez asombrosa los olores, la ropa que llevábamos, una frase intrascendente que oímos al pasar, un autobús que pasaba, una obra que estaban haciendo en la calle, qué sé yo, porque los mecanismos de la memoria son tan inescrutables como los caminos del Señor. Pero hay otros recuerdos colectivos que nos identifican como sociedad y que nos llevan al tan recurrente «¿dónde estabas entonces?»
Son estos recuerdos, sin duda, las señales, los testigos que la historia nos va poniendo en el camino para que, si no sabemos a dónde vamos, al menos sepamos de dónde venimos. Y para que, como decía el poeta, al volver la vista atrás, conjuremos «la senda que nunca se ha de volver a pisar». El siglo XXI nos ha ido poniendo piedrecitas en el trayecto para que nunca se nos olvide que el horror puede viajar a nuestro lado, y no solo en avión, en metro, en tren, sino que está en los laboratorios, en los centros comerciales, en las trincheras de las guerras, en los despachos.
Aquel 11 de marzo de 2004 yo estaba esperando a mi tercer hijo, cuando explotaron cuatro trenes en la estación de Atocha y aun puedo recordar perfectamente la canción que mis hijos mayores iban cantando cuando llegamos a la puerta del colegio y una madre me dijo «ha habido ocho muertos en un atentado». Ocho muertos que se convirtieron en cincuenta, en noventa, en más de cien antes de llegar a mi puesto de trabajo. Olía ya a azahares y estaba la marea baja y hacía frío en mi memoria. Usted lo recuerda igual que yo, y sé que podría volver ahora mismo a aquel día, a aquel momento preciso, sin cerrar los ojos. Porque aquel día abrimos los ojos hacia un terreno tan desconocido como incierto. Dejamos atrás el mundo tal y como lo habíamos conocido y yo recogí a mis hijos del colegio cuando ya los muertos rozaban los doscientos y se contaban por miles los heridos en un Madrid desangrado. Mi generación, la que había conocido la guerra y el hambre por las batallitas de los abuelos y los silencios de las abuelas, se hizo mayor aquel día. De golpe.
A todo se acostumbra el cuerpo. En demasiado poco tiempo nos hemos acostumbrado a la crisis, a la corrupción, a los desmanes políticos y económicos, a conjugar el presente sin pensar en el futuro e incluso a una pandemia de la que no supimos salir mejor de lo que éramos.
Ya ve, aquel 11 de marzo, a pesar de todo, la vida crecía en mi vientre, y ya va a cumplir veinte años.