ABC (Sevilla)

Ser realista es una decisión furiosa

- KARINA SAINZ BORGO

LA BARBITÚRIC­A DE LA SEMANA

En Quintanill­a, lo íntimo es un punto de fuga

Hija de una modista y un capitán republican­o, Isabel Quintanill­a nació en 1938, en plena Guerra Civil española y con pocas opciones para ascender en el medio artístico. Su madre creyó en su intuición y talento. La matriculó en clases de pintura que pagó cosiendo, atada a la máquina de coser que hoy preside la exposición monográfic­a que el Museo ThyssenBor­nemisza le ha dedicado una de las figuras fundamenta­les del realismo contemporá­neo.

Cada lienzo de los cien incluidos en esta exposición posee la fuerza de un mundo interior que se despliega como un hilo. En el mundo de Isabel Quintanill­a, la estancia íntima, la casa y la habitación forman un punto de fuga. Cada vaso con claveles, cada cristal hecho de pinceladas violáceas y cada granada desmigajad­a retrata la fase de un universo. Ese baño revuelto con enaguas, ese cajetín repleto de cremas a medio usar, pastillas y demás ungüentos, sus ventanas con lluvia, sus bodegones de lirios… Todo en esta mujer es frontal, casi transparen­te.

Isabel Quintanill­a existe entre dos mundos: el interior y el exterior. Su pintura parece un umbral entre ambos. Se ha dicho que el bodegón es un género femenino porque las pintoras no tenían acceso a modelos ni talleres. El bodegón como género encierra en su alegoría del objeto, una conciencia implícita de finitud, de caducidad, de muerte. Ese es el lugar que han elegido tanto Quintanill­a como la flamenca Peeters para retratarse, es una forma de introspecc­ión a través de la materia.

Eso es lo que consigue Quintanill­a en cada estampa: demostrar que su vida es la pintura. El mar la devora –basta ver sus marinas del Cantábrico o sus paisajes de Guadarrama– pero en lo íntimo se crece: la mesa de velador con la lámpara, la cómoda con perfumes vacíos, la cama revuelta o la mecedora vienesa. Algo en sus estancias parece a punto de desgarrars­e. Tiene un no sé qué de ser enjaulado, ese momento en el que el instante propio, el realismo y el detalle de lo concreto, acaban en furiosa decisión personal. Cada uno de sus objetos son el retrato de la mujer que los mira a lo largo del tiempo.

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Gerardo Parra con los discos de vinilo que forman parte de su colección sobre Depeche Mode // FOTOS: JUAN JOSÉ ÚBEDA
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