Influencia responsable
La regulación de actividades sin control es siempre antipática, pero la ley que está preparando el Gobierno para intentar que la influencia se ejerza de la forma más responsable posible me parece estrictamente necesaria
RECIENTEMENTE llegaba a mis manos un libro blanco sobre la «influencia responsable», un documento interesante sobre los retos que plantea esta época en la que la autoridad intelectual ha sido sustituida por la capacidad de viralizar. Platón decía que si le prestamos más atención al retórico que al médico en los temas de salud, acabaremos escuchando al que no sabe, dejando de lado al que sabe. Y eso es un poco lo que está pasando en nuestros días, que ya no acudimos al sanitario para que nos hable de enfermedades, ni al nutricionista para que nos hable de alimentación, ni al dermatólogo para que nos hable de cosmética, ni al abogado para que nos hable de leyes, ni al economista para que nos hable de la inflación, sino que focalizamos la atención en el influencer que es creador de esos conteni dos sin ser necesariamente especialista en ellos.
Esto es así hasta tal punto que los propios científicos acuden, en muchos casos, a estos divulgadores para que difundan a la población los mensajes que ellos no son capaces de trasladar de forma masiva. Estrictamente, esta realidad no es nueva. Las marcas, por ejemplo, siempre han recurrido a famosos y celebridades para trasladar sus productos y servicios a la mayor parte posible de la población. Pero se ha producido un salto disruptivo. Nunca antes el conocimiento ha estado tan desvalorado y subordinado a la capacidad de difusión. Por decirlo de otro modo, se ha invertido peligrosamente el orden de los factores: la fiabilidad de la fuente ha dejado de ser requisito o garantía para su popularidad y estamos en el camino de convertir la popularidad en el requisito de la fiabilidad.
Si lo pensamos bien, carece de todo sentido que escuchamos lo que famosos y celebridades tienen que decirnos sobre la diabetes, la hipertensión o la obesidad, mientras podríamos acudir directamente a los facultativos e investigadores que de verdad saben sobre el tema. Por eso, el concepto de influencia responsable es algo que realmente me resulta difícil de encajar, sobre todo cuando el concepto del influencer se asocia a personas sin formación específica ni práctica profesional sobre aquellos temas de los que opina, y su único o más relevante criterio de difusión es la remuneración que recibe por ello o la popularidad que espera alcanzar con sus contenidos.
Más difícil de encajar resulta aún esta realidad, si además conocemos un poco la lógica de los algoritmos que determinan el funcionamiento de las redes sociales y que implican por ejemplo que los contenidos polarizados, emocionales, simples y directos siempre van a adquirir una viralidad mucho mayor que los contenidos centrados, racionales, complejos y llenos de matices. Sin embargo, la ciencia no se nutre de síes y noes absolutos, sino de un montón de grises y textos que tienden a ser aburridos en la medida en que decepcionan nuestras expectativas de respuestas claras y rápidas. A la pregunta de si esto es así o así, el catedrático suele responder que ninguna de las dos formas exactamente.
A menudo se advierte del riesgo que representa esto para los jóvenes, y efectivamente ese riesgo existe, pues muchos no son capaces de distinguir entre fuentes autorizadas e información dudosa de meros aficionados. Sin embargo, me temo que la confusión llega también incluso a las personas mayores. Invito al lector a que un día haga la prueba y tenga un rato de conversación con varias. Verá cómo en algún momento alguna de ellas remite a algún tipo de información que le parecerá sospechosa. Y cuando indague por la fuente, esa persona dirá simplemente que «me lo ha dicho Google» o «me ha saltado en el móvil».
La regulación de actividades sin control es siempre antipática, pero la ley que está preparando el Gobierno para intentar que la influencia se ejerza de la forma más responsable posible, la cual equipara a los creadores de contenidos con otros medios de comunicación, me parece estrictamente necesaria. Según el primer borrador que se conoció de la norma, los influencers van a tener que indicar si sus publicaciones son pagadas. Ya era hora. Del mismo modo que al científico se le requiere que declare sus conflictos de intereses, la exigencia de la transparencia de las contraprestaciones recibidas por los creadores de contenidos resulta absolutamente razonable, sobre todo cuando afectan a temas tan delicados como la salud.
Mientras esa regulación llega, que se anuncia que llegará en verano, advirtamos a nuestros jóvenes y a nuestros mayores que no todo lo que recibe la sanción positiva del universo digital, tiene el veredicto positivo de la ciencia. Mucha prudencia. Acordémonos de Platón. La autoridad debe darla el conocimiento, no la capacidad de influencia.