ABC (Sevilla)

Esto ya se ha acabado

- ALBERTO GARCÍA REYES

LA ALBERCA

Al salir del teatro todo habrá terminado porque los días nos pasarán por encima sin que podamos gobernarlo­s

HAY dos tipos de sevillanos: los que llegados a estas fechas dicen «esto ya está aquí» y los que decimos «esto ya se ha acabado». Aquí la vida es una semana, como dijo Caro Romero, pero no es fácil precisar cuál. Estos días en los que Sevilla es un caleidosco­pio de la memoria y los colores del espectro estallan por donde menos los esperamos, cada detalle es un aviso de nuestra fugacidad. Un viacrucis de barrio con un perro ladrando desde una ventana, un capirote de rejilla roto a última hora, una torrija empapada al fondo del tupper —que el brioche no nos cambie el itinerario, por favor—, una medalla en el bolsillo derecho de la chaqueta, una corneta lejana que trae el viento, un nazarenito de barro fumando en el salón, una mesa reservada en el Centro el Domingo, una discusión sobre el nuevo recorrido, un beso en el Pie, un taco de estampitas en la mesita de noche para repartir en la estación, un rosario colgado de la voluta de la cómoda, la papeleta bien doblada en la cartera por la parte en la que se lee «todos los hermanos deberán cumplir con la uniformida­d establecid­a en nuestro reglamento»... La vida es un palio que se va, una permanente Aurora que se viene. Y Sevilla es sólo el espacio metafísico que ha elegido Dios para romper el mayor de los inventos del hombre: el tiempo. Vienen ahora unos días en los que no se puede contar la edad con arena. Así como el Cachorro se ha quedado quieto en el ojo blanco de la muerte, Sevilla se congela en el agujero negro de lo intangible. Esta mañana, cuando cruja el atril de la Maestranza por la Vega y las manos divinas recojan lágrimas puestas en cola, la ciudad abrirá una puerta y cerrará otra. Todo será en realidad un inmenso trampantoj­o que nos llevará a lugares que no existen, a ráfagas que nunca vivimos, a callejones que sólo están en nuestros adentros, a olores que ha inventado la nostalgia, a la mano fría de nuestro padre. La mano que perdimos.

Al salir del teatro todo habrá terminado para mí. Porque desde hace unos años me pasa todo por encima. Como cuando se tiene el privilegio de tomar por la cintura a la Esperanza. ¿Qué se siente? Respondo con certeza: nada. Uno piensa que le va a poder mirar a los ojos, que le va a pedir esto y le va a dar las gracias por lo otro. Pero no. Con la Virgen entre los brazos no se siente Nada. La Nada mayúscula. Su fuerza es tan suprema que quien la porta se adentra en un profundo vacío a cuyo fondo puedo jurar que habita Dios. Ella acaba con todo para enseñarnos que la fe definitiva está por encima de las minucias terrenales. Y con el tiempo, la Semana Santa me está haciendo el mismo bloqueo. Es para mí un remolino de serenidad, una balsa quieta en el océano de mis conviccion­es religiosas, una inexplicab­le contrición que me cura el frenesí. Al llegar estos días, la ciudad se hace inmensurab­le, como la pequeña palma de mi mano, que se roza otra vez con la palma de la mano que me trajo hasta aquí, de la que me solté un mes de marzo. Y desde entonces soy uno de esos sevillanos que al llegar estas fechas susurran: «Esto ya se ha acabado».

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