ABC (Sevilla)

Nido de cuervos

Nadie ha llegado a descubrir qué es más doloroso, que un hijo decepcione a un padre o que un padre decepcione a un hijo

- SANTI GIGLIOTTI

SON dos palabras de cuatro letras las que nos unen a todos, las que hacen de ancla para que la barquilla de nuestra existencia permanezca en el muelle de la cordura y la paz, para que no zozobre lo que significam­os. Eres quienes te esperan en el puerto dispuestos a darte la mano para que pises tierra firme, eres las personas que te quieren, y, eres, sobre todo, el por qué te quieren. Eres, si acaso, un abrazo bajo el marco de una puerta en silencio cuando ya no te salían las palabras y alguien te enganchó para que se las traspasara­s, sin necesidad de hablar, a su pecho. Casi con total seguridad, eres una mirada de orgullo, el motivo inicial de los primeros logros, esa enhorabuen­a que impacta en el alma. Cuatro letras en las que caben años de amor, dos sílabas que encierran el vínculo sagrado de la humanidad: «papá» e «hijo». Nadie ha llegado a descubrir qué es más doloroso, que un hijo decepcione a un padre o que un padre decepcione a un hijo. Lo primero, por aquello de la juventud, suele ser más normal, por ese egoísmo voraz, por ese tiempo en constante amanecida, por ese yo que ciega. No obstante, también ocurre lo segundo. Ni la veteranía siempre es un grado, ni la inexperien­cia lleva intrínseca el original de los pecados. He estado dándole vueltas esta semana a si me apena más el que un hijo le tenga que echar en cara a su padre que le ha bailado su fecha de nacimiento, que un padre le diga a un hijo que le queda grande el apellido o que los dos se saquen los ojos en público sabiendo el espectador que el ring de esta batalla paternofil­ial sin cuartel es un nido de codicia. Hay cosas que, aunque no tengan nada que ver contigo, incomodan, y esa incomodida­d sumada al inexplicab­le desasosieg­o que provoca hacen que te inunde una sensación absurda de vergüenza por episodios que están siendo protagoniz­ados y sufridos por gente que ni te va ni te viene. Creo que a esa solidarida­d involuntar­ia es a la que llamamos vergüenza ajena, y creo que la vergüenza también tiene sus rangos de intensidad. Está la mía, que, como bético, la controlo y me recuerdo que cuanto más se saquen los ojos, peor imagen estará dando el Sevilla. Luego está la del sevillista, que esté tomando bando o no, es consciente del espectácul­o grotesco que se está dando. Y, por último, la de dos personas que, por el poder, han perdido los estribos. El corazón me pide jalearles, corear que sin sangre no hay pelea, pero la cabeza y el estómago me empujan a decirles que hagan el favor, que se digan lo que se tengan que decir en privado. Que antes de repetir lo mucho que quieren al Sevilla, se pregunten por qué han dejado de quererse ellos.

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