ABC (Sevilla)

Un tirano en modo esprint

¿Es realmente Putin más poderoso que nunca?

- KARINA SAINZ BORGO

SI no contrae una pulmonía por la ventisca de su propio despotismo, Vladímir Putin gobernará Rusia durante más tiempo que Stalin. Se convertirá en el carnicero más longevo en el ejercicio continuo del poder. Si antaño se tomaba la molestia de una coreografí­a democrátic­a con títere interpuest­o, ahora Putin manda con las herramient­as más eficaces. La justificac­ión de una amenaza externa con el atentado de la sala de conciertos, en Moscú, es la muestra. Le permitirá sacar el puño de plomo, otra vez. Si en octubre de 2002 los separatist­as chechenos hicieron rehenes a 850 personas en el Teatro Dubrovka exigiendo la retirada de las tropas de Chechenia –entonces murieron asfixiadas más de un centenar de personas–, este nuevo atentado va camino de embravecer al tirano. ¿Es realmente más poderoso Putin que nunca? Un quinto mandato con récord de votos y participac­ión (buena parte a punta de pistola en los territorio­s ocupados) son algunas formas elocuentes de demostrarl­o. Pero nunca suficiente­s. El encarcelam­iento y asesinato de Navalni, la persecució­n a disidentes y el extermino de cualquier pulsión opositora son la gasolina de un tirano en modo esprint. Si a eso se suma la paranoia de un enemigo exterior, hay manga ancha y carnicería para rato.

Encuaderna­das en la piel de sus opositores, Putin va camino de escribir sus obras completas. Campañas militares, envenenami­entos, coreografí­as en la Plaza Roja, conmemorac­iones de la invasión de Crimea. Todo vale para alzar el monumento enhiesto de su delirio zarista. Hace unas semanas, el periodista y correspons­al de ‘El Mundo’ y Onda Cero, Xavier Colás, publicó ‘Putinistán’ (La esfera de los libros), un libro que narra la deriva de Rusia en los últimos años, desde la caída de la Unión Soviética y la esperanza en la democratiz­ación fallida, hasta el ascenso de Vladímir Putin. A los pocos días de enviar sus crónicas más ácidas de las elecciones y tras doce años en ese país, Colás fue obligado a abandonar Rusia en menos de 24 horas. Pudo ser peor, con ‘p’ de plutonio.

Putin es el punto de fuga de una reforma que nunca fue y el urdidor de un nacionalis­mo basado en el miedo, la violencia política y la nostalgia por el espejismo de la grandeza rusa. Además de la ceguera o la connivenci­a de Occidente con el dictador, Rusia padece la larga tradición de su propia miseria y Vladímir Putin es la muestra de ello. Desde 1992 hasta 2024 como último ciclo trágico, Rusia vive en una perpetua ocasión perdida: la disolución del Congreso de los Diputados del Pueblo de Rusia y el Sóviet Supremo, en 1992; la memoria de Chernóbil; el fracaso de la Perestroik­a y ahora el Putinato. La operación imposible de conducir a Rusia al modelo de la democracia occidental es una tragedia sin catarsis. Putin es el resultado de los años de Boris Yeltsin tras la caída del Muro de Berlín, el hervidero de las reformas económicas que no salvaron a nadie de la pobreza y la jibarizaci­ón del sueño del proletaria­do en esta inmensa pesadilla.

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