ABC (Sevilla)

Es martes y no hay guerra

A los diez minutos de la vuelta ya no existe el ayer. El ayer o el antes de ayer, el domingo de Resurrecci­ón. Como si hubiera sido otra vida

- MARÍA JOSÉ FUENTEÁLAM­O

POR esa forma que tenemos de organizarn­os, este 1 de abril cayó en lunes. Quedará muy simétrico en el calendario pero no se puede negar que es como si nos atropellar­a la rutina. Otro día de madrugar y repasar la prensa: más elecciones, más cruces de acusacione­s entre políticos, nuevos casos judiciales que echarse a la cara. Con el piloto automático, de lunes, de martes, preparo el café y me doy cuenta de que tomarlo temprano, así recién hecho, no deja de ser un placer. Ayer enseguida se me pasó. La radio me recordó que subía el IVA de la luz y yo confirmé que el banco ya había cobrado la hipoteca. Al abrir el frigorífic­o me angustió la nada: sí, hay que rellenarlo. En algún sitio debía estar la lista de la compra. Que no se me olviden los bocadillos, ya es la vuelta al cole. La lavadora me miró porque también intuía que se iba a llenar el buche. Había maletas en el salón. Más tarde, querida, le dije. En los segundos que tardó en encender el ordenador, revisé la cuadricula­da agenda del mes, ojeé las entregas pendientes y arranqué con los mails urgentes. Qué sensación de llevar ya encima media jornada laboral y eso que sólo me había organizado mentalment­e. A los diez minutos de la vuelta ya no existe el ayer. El ayer o el antes de ayer, el domingo de Resurrecci­ón. Como si hubiera sido otra vida. ¿La vida feliz?

Del sanatorio Berghof de ‘La montaña mágica’ se sale, de su lectura y sus curas de reposo, sabiendo que el tiempo puede pasar y medirse de muchas formas. Los relajados internos lo hacían, a su manera, marcando las fiestas señaladas. La energía y la ilusión se guardaban para esos momentos. El resto sólo era un relleno. Pasé mi adolescenc­ia gestionand­o el calendario así. El año era sólo Navidad, Semana Santa, verano y alguna escapada. Todo lunes de Pascua, como ayer, mi mente giraba ya en torno a la planificac­ión del final de curso o si acaso, el puente de mayo. El resto, el día a día, las clases y los exámenes –por supuesto–, sólo eran mera superviven­cia. ¿Qué es, si no, la rutina?

Yo me limitaba a cruzarla como si no fuera una estación final, en una forma de menospreci­o absoluto. Que llegara el autobús, que hubiera instituto, que pudieras comprar el periódico, pedir un café y un bocadillo en la cantina, que te atendiera el médico… no me parecía que tuviera nada de especial. Como los despreocup­ados enfermos de Mann, considerab­a que toda esa rutina que me envolvía, que estaba ahí, era sólo un ambiente ni más ni menos cómodo, simplement­e, normal. Un Estado del bienestar por el que transitar sin darle más valor.

La mayor diferencia de mi generación con la de nuestros abuelos no es ese Estado del bienestar. Es no haber vivido ninguna guerra. Dicen que ahí es cuando te das cuenta de que la rutina, para algunos asfixiante o estresante; para otros aburrida y hasta deprimente, es el mayor lujo de toda civilizaci­ón.

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