Búfalo, cuéntaselo a Juncal
Qué difícil es comer despacio cuando hay ganas de comer. Suenan la música callada de Curro Romero y la bulería de Marina Heredia para que Perera las haga sueño. Porque así fue su obra a un toro de magnífico ritmo del Parralejo. A Oloroso le colgaban embestidas que eran azahar, potenciadas en su aroma por Miguel Ángel. Vestido con el verde de la Extremadura vital y con el azabache del dolor, parió el temple de un hombre criado en sus campos, de un torero que deletreó esa palabra mágica que nace en las muñecas y muere en el corazón. Lentamente, con la suavidad que enganchaba la bravura y vaciaba la nobleza, ¡incluso de rodillas! Para luego tejer en pie series de distancia perfecta, de asentamiento en el Oeste, de cerebro de Einstein y de pletórico dominio. El mandamiento del guante de seda, el de la capacidad de convencer y dar celo sin violencias, el de la mano baja en un romance sin estridencias. Todo eso era Perera, el bellotero –«a mucha honra», que diría el de Puebla del
Prior–, con el señorío y la sencillez que da la tierra. Tan deslumbrante fue su pieza que el del Parralejo se arrastró con los honores que el palco había arrebatado al Tabarro de Santiago Domecq, el ejemplar de lo que va de feria. Locos estallaron los tendidos, desde don Álvaro Domecq a la familia Capea, que es la suya; desde Los del Río a Carlos Herrera, que se encendió un puro kilométrico.
Muchos kilómetros internos había recorrido el matador que se levanta para entrenar cuando el resto del mundo duerme. Lágrimas invisibles y otras que asomaban por donde la piel hace ya surcos. «Todos llevamos cosas por dentro». Y con eso está dicho todo por parte de una figura de bárbaro valor y tremendamente capaz a la que han relegado a carteles sin campanillas y que apenas convocan media plaza. Los que se quedaron en casa se lo perdieron: pocas corridas habrá con el interés de estas dos primeras. Porque la resaca por la bravura y la categoría del conjunto de Garcisobaco embriagaba aún Sevilla. Y seguirá hoy con la resaca por el temple absoluto de Perera, que se miró en el Guadalquivir mientras a hombros salía. Comer despacio para devorar la Puerta del Príncipe. Sin cursilerías. «Un cursi no puede ser torero», me decía Jaime de Armiñán un lunes madrileño. «Búfalo, en mi aniversario no me lleves flores; llévame el programa de la Feria de Abril». Y cuéntale lo de Perera a Oloroso, sin olvidar cómo gobernó a Panadero y su fiereza...