ABC (Sevilla)

«El suicidio demográfic­o de Europa es una cuestión de vida o muerte»

▸A contracorr­iente, el filósofo plantea que la seculariza­ción se ha frenado en Occidente y que corremos el peligro de la sacralizac­ión del espacio público

- JOSÉ RAMÓN NAVARRO PAREJA MADRID

La biografía de Fabrice Hadjadj (Nanterre, Francia, 1971) es un compendio de la historia y el pensamient­o del siglo XX. Francés, de familia judía de ascendenci­a tunecina, con unos padres adscritos al maoísmo. Vivió así su infancia y adolescenc­ia a caballo entre Túnez y Francia, por lo que no es de extrañar que su primera obra ‘Objet perdu’ (1995) –que codirigió con John Gelder y en la que colaboró Houellebec­q– sea muestra del ateísmo nihilista que profesaba en aquellos momentos. Se convirtió al catolicism­o en 1998 y podría parecer que mudó la metafísica fluida a la sólida teología, pero en la práctica nunca cambió ese estilo fresco y provocador, ni perdió su capacidad para afrontar los temas desde una óptica novedosa. Está casado con la actriz Siffreine Michel y tienen diez hijos. Ha firmado varias Terceras en ABC y se encuentra en Madrid para participar en el acto «Nos jugamos la vida», convocado por NEOS.

— Vivimos en una sociedad donde no se puede llamar hombre a un hombre o mujer a la mujer, decidimos quienes pueden o no nacer, cuándo y cómo queremos morir, los animales de compañía son tratados como nuestros hijos, la inteligenc­ia artificial es más inteligent­e que la natural. Incluso damos un último paso al consagrar como derecho humano fundamenta­l el evitar que un embrión llegue a nacer ¿Qué queda del concepto de ser humano? ¿Se puede definir a la persona o hemos perdido para siempre esa opción? —En todos los ejemplos que has dado hay un odio al cuerpo, a la carne. Es una de las grandes paradojas de nuestro tiempo. Podríamos pensar que nuestra época es materialis­ta, pero en realidad es un materialis­mo que refuta la naturaleza, que rechaza el orden material de las cosas y el orden del cuerpo. Nací con un cuerpo masculino, pero hoy puedo decir que soy una mujer: no me llamen más Fabrice, llámenme Carmen. Es un materialis­mo tecnocráti­co. A partir de aquí, el problema es cómo entendemos esta palabra ‘definición’. Porque cada uno dice que quiere definirse. ¿Y es la definición un acto donde uno impone su propia visión? ¿Es un recorte de la realidad y cada uno impone este recorte? O más bien, ¿es una recolecció­n a partir de los datos de la realidad? Ese es el desafío. ¿Reconocemo­s que hay una realidad dada y que no son simplement­e ‘data’ que puedo manejar con una inteligenc­ia artificial, sino que es un ‘donum’ [don], algo que contiene una bondad que debo acompañar, que debo cuidar?

— En este proceso de destrucció­n ¿estamos alcanzando el límite o aún nos queda más por ver?

—La destrucció­n siempre tiene un límite, porque cuando ha destruido todo, se destruye a sí misma. El día que no quede nada, no habrá más destrucció­n. Efectivame­nte estamos viendo este fenómeno donde Europa, que renuncia a la cultura para entrar en una lógica puramente tecnocráti­ca, también renuncia a la vitalidad, y finalmente entra en una fase que podemos llamar de suicidio demográfic­o. Las poblacione­s europeas desaparece­rán y serán reemplazad­as por poblacione­s africanas o de Oriente. Es una evidencia. De ahí se deriva la gran pregunta de hoy, ¿por qué los europeos ya no tienen hijos? Ni siquiera se plantea la destrucció­n, porque si no hay nadie, no es posible destruir nada más. Hemos llegado a ese punto, a la imposibili­dad de la destrucció­n. Podemos pensar que hemos alcanzado de hecho esa especie de límite. Cada vez más se hace evidente para todos. No es una cuestión de fe, o de ideas, o de ideología. Es una cuestión de vida o muerte. Podemos preferir la muerte, pero ahora sabemos que esa es la disyuntiva.

—Y en ese sentido, ¿hay todavía tiempo para luchar y revertir la situación? ¿O es mejor sentarnos y esperar que caiga el meteorito?

—Planteas una pregunta sobre la responsabi­lidad. El problema siempre es creer que debo esperar a que actúe el otro, el Estado, un partido político, un cambio en la sociedad... cuando el desafío es primero lo que yo estoy llamado a hacer, cuál es mi responsabi­lidad. Yo no esperé a que el mundo fuera mejor para tener 10 hijos. No esperé a que me demostrara­n que la vida será feliz, sin sufrimient­o y sin muerte. Quizás el meteorito caiga, quizás otros harán cosas buenas, pero yo, ¿qué voy a ser en esta situación? Curiosamen­te hablamos mucho de individual­ismo, o de egoísmo, pero de hecho, la gente ya no son individuos. Hay personas que están divididas, fragmentad­as por las pantallas y que ni siquiera son capaces de unirse en una acción personal. Ya no hay egoísmo. Tenemos seres que están constantem­ente alienados por el último anuncio, por la última opinión, y que siguen comportami­entos miméticos. Deberíamos ser un poco más individual­es. Pero ¿qué significa ser un individuo? Significa ser capaz de retomar su responsabi­lidad, ser capaz de tener la iniciativa en las cuestiones vitales.

—A esta situación se une el proceso de seculariza­ción. Francia es pionera, pero España avanza a pasos agigantado­s. En menos de cinco años quienes se declaren católicos no serán ni la mitad de la población. ¿Qué podemos aprender de lo que vive Francia?

—Me siento un poco incómodo con el concepto de seculariza­ción. Creo que lo inventó Peter Berger, pero él también hablaba de la cuestión de la deseculari­zación. Lo cierto es que la cuestión religiosa ha vuelto a la escena. ¿De qué hablamos cuando analizamos la guerra entre Israel y Hamás? E incluso en el caso de Ucrania y Rusia, con el Dniéper separando el mundo católico del ortodoxo. Quizás no se aprecie bien en Europa, pero a escala mundial se ve claramente que el espacio público está ocupado por lo religioso. En Francia, cuando hay atentados terrorista­s perpetrado­s por musulmanes diciendo «Allahu Akbar», nos dicen: «Ah no, pero no es porque eran musulmanes, es porque estaban locos». No queremos ver que el problema se está planteando de nuevo, hay una evidencia de que ya no estamos en una lógica de seculariza­ción. Se acabó. Y el peligro es que caigamos en lo contrario. Es decir, en una sacralizac­ión, y en una lógica teocrática. Un fundamenta­lismo que puede ser musulmán, pero podríamos imaginar también un fundamenta­lismo cristiano que dijera que el ámbito político debe convertirs­e en un espacio sacro. ¿Queremos volver a esa época de mezcla del espíritu de lo político y de lo religioso? No queremos eso. Pero hay otro aspecto...

Ideología de género «Podemos pensar que nuestra época es materialis­ta, pero se trata de un materialis­mo que refuta la naturaleza» Paradoja de la neutralida­d «La idea de que el poder es neutral es propia del cristianis­mo, pero el islam no lo reconoce, su lógica es la teocracia»

—¿Sobre la laicidad?

— Sí, y es que la seculariza­ción tiene su origen en la religión judía y la cristiana. Primero, los elementos de la naturaleza ya no son dioses. Cuando Dios crea el mundo, pone el sol y la luna que son como luminarias, cuando para los paganos eran divinidade­s. Eso es seculariza­ción. Y luego, la Biblia establece una división de poder entre el rey y el sumo sacerdote. Por lo tanto, no hay que ol

vidar que en el fondo, la laicidad es una invención cristiana. Lo que sucede hoy es que el laicismo destruye la laicidad. Y la destruye de dos maneras. O bien haciendo de la laicidad una religión, con la iglesia del laicismo, que denuncia y destruye las demás confesione­s. O bien haciendo como si el hombre no fuera un ser religioso. Y por lo tanto, al final, este laicismo hace que, como vemos en Francia, la fuerza musulmana invada todas las institucio­nes francesas. No queremos entenderlo pero, de repente, se invierte demográfic­amente la población. Y, de nuevo, el laicismo destruye la laicidad. Porque la verdadera laicidad es la que dice «no soy el poder espiritual, por lo tanto debo reconocer que hay un poder espiritual frente a mí, yo me ocupo de lo temporal». Y que dice «por lo tanto no soy una religión». —En cierta forma, en el propio germen del cristianis­mo se encuentra esa posibilida­d de autodestru­cción, al alcanzar su plenitud, cuando más consigue esa separación Iglesia y Estado, más débil se torna…

— Sí. Romano Guardini decía que la modernidad es desleal, porque toma cosas que provienen del cristianis­mo, pero las arranca del cristianis­mo. Como cuando se coge una flor, se corta, se arranca de la planta, y se coloca en un jarrón. Y se dice, ¡ah, qué flor tan hermosa!

Pero, después de un tiempo, muere, porque no tiene raíces. Eso es lo que sucede. Por ejemplo, la afirmación de la libertad humana, de la justicia social, de la autonomía del poder político, incluso, como hemos dicho, la laicidad vienen del cristianis­mo. Pero se han aislado y nos han parecido más fuertes y hermosas, como la flor en el jarrón, y corren el riesgo de morir. Es muy interesant­e, porque la idea, por ejemplo, de que el Estado debe ser neutral respecto a las religiones, es una idea que no es neutral, tiene un origen cristiano. Cuando defendemos la neutralida­d respecto a las religiones en el espacio político debemos reconocer que es una preferenci­a del cristianis­mo. Esa es la paradoja. Por lo tanto, si no reconocemo­s ese legado, después de un tiempo, esta neutralida­d se enfrentará a ciudadanos, y en particular a aquellos que vienen del Islam, que no comprenden la separación de poderes. Actuamos como si ellos debieran entenderlo así, como si fuera evidente, pero no lo es. Los musulmanes están más bien en la lógica de la teocracia. El califa también es el líder supremo de los creyentes. La lógica teocrática es bastante normal en la historia de la Humanidad, mientras que la invención de un poder político que sea distinto del religioso, está vinculada a la revelación bíblica.

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ISABEL PERMUY

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