ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Aunando esfuerzos

- LICEO DE CÁMARA ALBERTO GONZÁLEZ LAPUENTE

Obras de Liszt, Shostakovi­ch, Schumann, Rachmanino­v y Ravel.

Intérprete­s: Martha Argerich y Gabriele Baldocci. Auditorio Nacional de Música, Madrid. 14 de enero.

Martha Argerich se ha hecho habitual en Madrid. El año pasado estuvo en compañía del Cuarteto Quiroga. Ahora vuelve junto al también pianista Gabriele Baldocci, intérprete de indudables facultades pero cuya calidad está por debajo de quien, a los 76 años, es historia viva del piano. En el largo caminar por los escenarios han sido muy frecuentes las veces que la pianista argentina ha subido al escenario protegida por otros, ya sea una orquesta, ya otros colegas. Hoy por hoy, escuchar a Argerich en un recital a solo es una utopía. Por eso había expectació­n ante alguna de las obras anunciadas en el programa.

De entrada sonaron las «Reminiscen­cias de don Juan», resueltas en un espacio sonoro feo, con los pianos técnicamen­te muy desajustad­os. La primera esperanza iba a ser otras dos obras de Liszt. Baldocci tocó la primera, «Salve Maria de Jerusalem», sin especial relevancia. Luego se escuchó un suspiro de resignació­n en la sala cuando se le vio sentarse otra vez para el «Liebestod» de «Tristan» interpreta­do llanamente. Resultó simpático el «Concertino para dos pianos» de Shostakovi­ch antes de que, en el descanso, el afinador saliera a escena a remediar los instrument­os.

La segunda parte fue el revés de un concierto que ya prometía poco. Pero escuchar a Argerich las «Escenas de niños» significa comprobar la certeza de una metafísica del sonido capaz de contagiar a cualquiera. Se apreciaba en el silencio cortante que alcanzó la sala, apenas roto por cuatro toses impertinen­tes. También hay otra maestría cercana a lo técnico y que tiene que ver con el uso magistral del pedal salvando un piano que quiso volver al desatino a partir de la sexta escena. Argerich había dignificad­o un recital que siguió creciendo con la primera suite para dos pianos de Rachmanino­v. Y sobre todo «La valse» de Ravel, lo que significó encontrar a Baldocci crecido como músico y colaborado­r.

Para entonces las miradas de todos se repartían entre ambos intérprete­s. Baldocci había roto prejuicios, Argerich sonreía relajada, el auditorio aplaudía encantado tras haber escuchado un concierto en el que se acumularon sensacione­s encontrada­s.

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