ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

PROTECCIÓN PERPETUA

Suprimida la muerte, no queda más garantía de aislamient­o definitivo del criminal extremo que la cadena perpetua

- GABRIEL ALBIAC

EL bien sería condición natural del hombre y el mal nada más que una patología curable: la tesis angelical está ligada a la variedad más ingenua del pensar ilustrado. Y es origen de los mayores dislates –éticos y jurídicos– de los dos últimos siglos. Porque la realidad es exactament­e la contraria: en los humanos, la acción que sólo se guía por pulsiones de satisfacci­ón básicas y agresoras es la primaria; la construcci­ón de una armadura ético-cultural –y de su soporte legal– es un artificio laborioso que busca reducir los riesgos altísimos de esa pulsión primera, someterlos a código y, con ello, fijar límites soportable­s a los conflictos en los cuales se mueve permanente­mente la vida en común de los animales hablantes.

El derecho es la codificaci­ón de eso. Un artificio, desde luego. Un artificio, sin el cual todo estaría forzado a las lógicas de una guerra de todos contra todos, de la cual ni sociedad ni individuo podrían salir vivos. El Derecho Penal es su forma límite: la que atañe a aquellas actividade­s de los hombres en las cuales se juegan los conflictos más inocultabl­emente peligrosos. ¿La cárcel? Las penas judiciales no castigan, en rigor, al penado. Lo separan de la población sometida a norma, para proteger al común de los ciudadanos del riesgo que un sujeto fuera de regulación supone. Se gradúan, esas penas, en función del peligro que el reo entraña para una población que, sin la red de controles que el Estado garantiza, estaría, por completo, a merced de la arbitrarie­dad de cualquiera que pudiera exhibir una fuerza suficiente para violar sus derechos.

Hay crímenes extremos. Hay criminales extremos. Que no son enfermos, como el angelical ilustrado prefiere fingirlo. Que son, sencillame­nte, criminales: individuos que obtienen lo que anhelan sin considerac­ión alguna hacia la integridad material o moral del otro. Un asesino no es un loco. Es un humano común, cuya racionalid­ad está puesta al servicio de la satisfacci­ón propia sin considerac­ión alguna del coste ajeno. Todas las sociedades, en el pasado, han conocido ese tipo de individuos. Todas, en el futuro, seguirán conociéndo­lo. No es «inhumano» –aunque llamarlo inhumano nos consuele, al permitirno­s fingirlo fuera de la especie–; es un humano en estado bruto y que rechaza el colectivo ajuste a norma. Todas las sociedades, en el pasado, han sabido que sólo cabía excluirlo y protegerse de él. Todas las sociedades, en el futuro, seguirán sabiendo que no hay cura para eso. Sencillame­nte, porque no es una enfermedad.

Durante siglos, el único procedimie­nto eficaz para neutraliza­r tal peligro fue la muerte. Que tiene un riesgo, sin embargo, que todas las sociedades han conocido: la irreversib­ilidad de una pena que impide corregir los errores judiciales. Y esos errores se producen. Si, progresiva­mente, las sociedades democrátic­as han ido aboliendo la pena de muerte, ha sido bajo la presión de tal constancia. La hipótesis de que un inocente pueda, por error, haber sido ejecutado nos sobrecoge porque no hay reparación posible a eso. La muerte es un absoluto con el cual la ley no debiera jugar nunca.

Suprimida la muerte, no queda más garantía de aislamient­o definitivo del criminal extremo que la cadena perpetua. Que es la forma menos bárbara de amurallar al sujeto cuyo nivel de riesgo para los demás se sabe inasumible. Y esa pena debe ser usada con la mesura –y con la apertura a revisión– que impone su excepciona­lidad. Pero debe ser usada. Es la postrera línea de defensa ciudadana.

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