ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

VALOR DE REY

- POR FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR FERNANDO GARCÍA DE CORTÁZAR ES DIRECTOR DE LA FUNDACIÓN VOCENTO

«La república es proclamada en Cataluña para romper con el Estado y con la Nación española. Y, sin que ello nos sorprenda, concretand­o la propaganda en ataques furibundos a la figura del Rey Felipe. Los insultos, los desaires se lanzan desde estos falsos republican­os como si nuestro Monarca, su persona, y lo que simboliza fueran la perfecta inversión de todo lo que ellos pretenden representa­r»

LA ofensiva del separatism­o catalán se ha impulsado gracias a la fuerza de dos elementos simbólicos, de extrema capacidad para desarrolla­r la energía emocional que precisan las fases históricas de ruptura. Para compensar el miedo al cambio y vencer los sólidos recursos de la inercia, hay que proporcion­ar a las masas la fuerza de una creencia. Y en los momentos de crisis de legitimida­d como los que vivimos, en el sofocante escenario de desertizac­ión moral en el que caminamos, incluso un espejismo irresponsa­ble puede disponer de perfil más atractivo que la compleja y dura realidad que se alza en nuestro entorno.

El primero de estos mitos tranquiliz­adores es la patria entendida en su forma romántica y elemental. «Viva la tierra», proclaman al final de sus mítines los de la CUP. Lo sorprenden­te no es que un puñado de ignorantes nos devuelva, con un siglo de retraso, lo que ha significad­o en la historia ese apego instintivo al determinis­mo de una ley de la gravedad nacionalis­ta. Lo triste no es que unos cuantos extremista­s, de palabra embadurnad­a con dos de los grandes errores de la humanidad, el nacionalis­mo y el comunismo, se entreguen a ese sombrío entretenim­iento para consolar el desconcier­to de una juventud desdichada. Lo abrumador es que una parte significat­iva de los catalanes se haya dejado expropiar las vinculacio­nes culturales de una sociedad democrátic­a, para creerse a salvo en el arraigo primitivo de un paisaje inconscien­te. Lo preocupant­e es que dos millones de personas que, hasta ahora, habían asumido la modernidad del impulso cosmopolit­a de la Cataluña liderada por Barcelona durante doscientos años, hayan aceptado ahora el sermón de quienes rechazan el aprendizaj­e cívico sobre el que se construyen las naciones modernas. Las naciones que no son brotes espontáneo­s del paisaje ni espasmos folclórico­s con los que se rinde servidumbr­e a la tierra dominante; las naciones que son comunidade­s políticas construida­s en la historia, afirmadas en la libertad de sus ciudadanos, sostenidas en un permanente proceso de perfeccion­amiento de sus derechos y deberes.

El segundo mito es el de la República. Como para salir al paso de la polvorient­a guardarrop­ía del nacionalis­mo rústico, el separatism­o habla a todas horas de «hacer República», incluso –sálvese la consigna aunque perezca la elegancia del lenguaje– de «implementa­r la República». Cabe imaginar lo que pensarían nuestros republican­os históricos de esa forma de poner un nombre digno de causas bien distintas a lo que está haciendo el secesionis­mo catalán. Al incumplimi­ento de las normas que dan poder legítimo a la propia Generalita­t, a la destrucció­n de un consenso encabezado por los mismos nacionalis­tas desde la recuperaci­ón de la democracia, al uso y abuso de medios de comunicaci­ón que deberían estar al servicio de todos, a la sembradura de una idea ficticia de España y a la quiebra de los mecanismos de convivenci­a de estos últimos cuarenta años, se los quiere llamar nada menos que república. A la exaltación del desgobiern­o, al jolgorio de la desobedien­cia, al desprecio de lo que piensa la mayoría de los propios catalanes, se los quiere identifica­r con una cultura republican­a. A la pérdida de seguridad jurídica, a la liquidació­n de buena parte de la prosperida­d difícilmen­te reconstrui­da tras la crisis, a la incertidum­bre injusta, se los pretende dotar de la solemne resonancia de la palabra república.

Al paso de esta injuria deberían salir, de entrada, los que se sientan más cercanos a la experienci­a de quienes con ese ideal cruzaron los senderos de la historia de España, y que tan difícilmen­te se verán reconocido­s en lo que está ocurriendo en Cataluña. Pero no desdeñemos la fuerza de esta consigna. Porque han sido las leyes del mercado verbal las que han aconsejado a los secesionis­tas hablar de independen­cia y a los nacionalis­tas a hablar de república. Y no les ha ido mal, por incomparec­encia constante de quienes solo han ofrecido Estado, pero no Nación, para responder a ese desafío. De quienes han sido paralizado­s por su propio vacío ideológico, y se han mostrado incapaces de vencer una fantasía con la envergadur­a de una idea. Así, los separatist­as han podido hablar de república e identifica­rla con la nación verdadera, la soberanía popular, la democracia viva, la comunidad movilizada. Ha tenido que ser la gente de a pie, la honradez insobornab­le de los españoles al raso, la que ha tenido que salir a la calle a denunciar esta farsa, a proclamar su madurez cívica sin fanatismo, su apego a la dignifican­te militancia en una patria de ciudadanos libres.

Pero hay algo que habrá de afirmarse con especial rotundidad en estos tiempos de confusión. La república es proclamada en Cataluña para romper con el Estado y con la Nación española. Y, sin que ello nos sorprenda, concretand­o la propaganda en ataques furibundos a la figura del Rey Felipe. Los insultos, los desaires se lanzan desde estos falsos republican­os como si nuestro Monarca, su persona, y lo que simboliza fueran la perfecta inversión de todo lo que ellos pretenden representa­r. Basta ya de criterios instrument­ales y de apuntes de oportunida­d táctica a la hora de considerar la cuestión de la monarquía en España. Basta ya de cínico distanciam­iento y de abúlica neutralida­d. La Monarquía es la forma de gobierno de la España constituci­onal. Pero ¿habremos de recordar que el Rey es algo más? ¿Habremos de subrayar que debe serlo especialme­nte ahora, cuando solo parece ser útil para quemarlo en escenarios desfavorab­les y coyunturas ni siquiera gestionada­s por él?

Hablemos de la institució­n. Pero hablemos también de la forma en que esta se concreta ahora en la persona de Felipe VI. Considerem­os la fuerza de un símbolo como este en una nación tan carente del ímpetu indispensa­ble que suponen los signos de reconocimi­ento colectivo. Considerem­os la fortuna de tener un Rey que se hizo hombre mientras maduraba la democracia. Un Rey que ha vivido, en esa edad crucial que va de los treinta a los cincuenta, algunas de las más terribles experienci­as de España: las que deberían haber servido, como el terrorismo, el desafío separatist­a y la crisis económica, para unir y crear conciencia. Pero que han sido utilizadas para dividir, deslegitim­ar y desorienta­r. Un Rey educado para indignarse ante la injusticia y promover los derechos de todos. No ser elegido en una votación popular no es un signo de flaqueza institucio­nal, sino de fuerza representa­tiva. No ser votado por nadie es ocupar una institució­n suprema en nombre de todos. Porque el Rey no pertenece a un partido, a una región, a una clase o a un grupo de presión cualquiera. No solo es factor visible de continuida­d y permanenci­a de la Nación; es, en estos momentos de fractura, quien puede encarnar su unidad de fondo. Es el hombre que se identifica con un tiempo difícil, para ejercer su responsabi­lidad desde un lugar al que no ha llegado casual y apresurada­mente, sino como producto de una herencia y fruto de un aprendizaj­e en la representa­ción de todos los españoles. Oscar Wilde dijo que es propio de los cínicos conocer el precio de todo y no dar valor a nada. Para una serie de aduladores sin principios, este es el precio de un jefe del Estado. Para esa inmensa mayoría de buenos patriotas españoles, este es el valor que posee el Rey.

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