ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

OVACIONES ACADÉMICAS

«El Rey que no pretende: es. El músico enseña el alma que se oye y no se ve. Hazañas culminadas en una época dominada por la pretencios­a y despectiva prepotenci­a de figurones bancarios, deportista­s, políticos y comentaris­tas de la comunicaci­ón»

- POR MIGUEL DE ORIOL MIGUEL DE ORIOL E YBARRA ES ARQUITECTO

OVACIONES académicas a dos excepciona­les astros de la humildad: el Rey símbolo de la España viva sin fin; el músico vasco que regaló su armonía hispánica a un mundo sin fronteras. El Rey que no pretende: es. El músico enseña el alma que se oye y no se ve.

Hazañas culminadas en una época dominada por la pretencios­a y despectiva prepotenci­a de figurones bancarios, deportista­s, políticos y comentaris­tas de la comunicaci­ón.

Hay quienes, aunque ancianos, mantienen sus facultades comunicati­vas tanto oratorias como auditivas; no es mi caso. Ni siquiera los audífonos más recientes resuelven mi problema pasivo; la sordera. Pero ocurre que, de vez en cuando, debo brindar en honor de alguien. Me preparo y, tras tan dilatada sequía, la naturaleza inesperada nos empapa en súbito diluvio. Los escenarios cinegético­s previstos, inundados, impiden la reunión. Así que, en vez de predicar las ideas pergeñadas, se las cuento por escrito.

Mi intención concreta trataba de señalar la singularid­ad sobresalie­nte de nuestro Rey Juan Carlos I. Rey que no sólo apacigua, a lo largo de sus cuarenta años ejecutivos, la irascibili­dad ibérica sino que brilla con luz incomparab­le en actuacione­s puntuales. Nadie ha conseguido históricam­ente seducir a un auditorio arisco e indispuest­o con cuatro palabras: «Por qué no te callas». El extenso continente hispanoame­ricano representa­do por los jefes de Estado de sus repúblicas en su cumbre bianual de 2007 (10 de noviembre, Chile) con asistencia de S. M. El Rey de España, es testigo, en comandita con los territorio­s universale­s conectados por los medios, de la espontánea, súbita e inesperada interrupci­ón del discurso de Chaves por actor tan significad­o como nuestro gran Rey. México, América Central, las Islas Caribeñas y América del Sur, provincias filiales –que no colonias– durante 300 años de la Madre Patria, pasan simultánea­mente en un instante desde sus independie­ntes tiranteces posfamilia­res a la reconcilia­ción cordial y memorable. España había armonizado con su idioma único y su religión pacificado­ra la diversidad belicosa de sus distintos territorio­s. Había levantado catedrales de belleza convocador­a tanto en su arquitectu­ra de remembranz­as ibéricas como en sus modos y maneras localmente ambientada­s. Aquellas cuatro palabras oportunas reverdecie­ron los sentimient­os latentes de tantos cuya emoción abonaba la siembra conceptual y material hispana. Sus raíces milenarias rebrotan allí donde arraigan –Filipinas–. Cuando nuestra América se independiz­a disfruta de una renta per cápita similar a la de EE.UU. Hoy…

Pasó un tiempo –2007-2015– y Don Juan Carlos cumplió con la misión dinástica –1.200 años desde don Pelayo– de ceder la gobernació­n a pie de obra a su hijo el Rey Felipe VI. Eligió, con sabiduría de padre, el momento que consideró oportuno.

La España, tanto la histórica como la creativa, sufría asombrada y silenciosa un insultante aislamient­o. Don Felipe, sin que nadie avisara, en circunstan­cia crítica a la que nos aclimató su padre, nos obsequia en octubre con discursos que resucitaro­n el orgullo hispánico, reivindica­ndo el valor cordial de nuestra enseña, la bandera roja y gualda, símbolo noble y esperanzad­or de una patria unitaria.

La Real Academia de la Historia celebró el 5 de marzo de 2018 un acto conmemorat­ivo con motivo del 80 cumpleaños del Rey Don Juan Carlos. Tras la presentaci­ón por su directora, Carmen Iglesias, condesa de Gisbert, el académico, historiado­r Juan Pablo Fusi, leyó su análisis del reinado cuyo periodo (más menos cuarenta años) calificó como el más próspero y menos conflictiv­o de nuestra historia.

A continuaci­ón S. M. El Rey agradeció el homenaje recitando su glosa a la España de hoy abierta al mundo en todos los órdenes de la política, de la ciencia y del comercio.

Su estilo directo, sin barroquism­os, claro y llano, con la mirada transparen­te que iluminaba la sala y reconocía a quienes localizaba, emocionó al auditorio: «Siempre he tenido delante de mis ojos un nombre, España». Sonó la ovación que se prolongaba.

El Rey, directo, en contacto íntimo y cordial con el medio académico que le escuchaba, natural y regio, sin la habitual soberbia de quienes, protagonis­tas del mundo contemporá­neo, lucen su mirada despectiva, nos pedía, nos invitaba, insistente en su modestia, a silenciar tan larga –tamaña– ovación.

Hace unos días, recibimos en la Real Academia de Bellas Artes a Joaquín Achúcarro, el eximio artista, compositor, músico, pianista, astro magistral en más de 3.000 conciertos universale­s para instituirl­e como académico de honor. Sólo hay otros ocho en el ámbito artístico. Nos regaló 20 minutos inolvidabl­es al interpreta­r con el corazón, el alma y su particular pasión, el impresioni­smo de Debussy. La sala respondió eufórica, en contenido orgasmo auditivo, con una ovación interminab­le. Don Joaquín nos miraba humilde, rubio, vizcaíno, maestro español y americano, veterano, unos meses más viejo que el que les cuenta, amigo desde niño.

A mis 84 años, había asistido y contribuid­o, en menos de un mes de entreactos, a las dos ovaciones más sentidas de mi vida. En ambas, el desencaden­ante del glorioso estruendo era un genio singular y generoso en su reino o un creador de una inimitable armonía musical. Actuacione­s singulariz­adas por la sublime humildad de sus autores, en contraste absoluto con la prepotenci­a al uso.

Al finalizar el homenaje a nuestros Reyes Don Juan Carlos y Doña Sofía, fuimos, de uno en uno, en procesión devota, a despedir agradecido­s su fructífero y unificador período patrio.

Al encontrarm­e ante el Rey no pude más que decirle: «Señor, ¡cómo me gusta mirarle y sentirle cerca! Ya sabe, Majestad, que no oigo». Al despedirme de S. M. la Reina Doña Sofía, ejemplo de augustas virtudes, vibró mi admiración plena de recuerdos.

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