ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

TRES DÍAS, SIETE DONES

La despedida de Jesús en su paso por la tierra fue a lo grande

- SANTIAGO MARTIN

La despedida de Jesús en su paso por la tierra fue a lo grande. El amor de Dios por los hombres se derramó con una generosida­d infinita. Los últimos tres días dieron fe de aquellas palabras del evangelist­a Juan: «Habiendo amado a los suyos los amó hasta el extremo». Los regalos del Jueves fueron de lecciones y alimentos. La gran lección, la que culminaba toda su enseñanza ética: Amaos unos a otros como yo os he amado, y ahí el acento está en el «como yo», que habla claramente de su autoconcie­ncia divina, pues nadie salvo Dios puede ponerse a sí mismo como modelo sin pecar de soberbia al hacerlo. El alimento fue la Eucaristía, su Cuerpo y su Sangre, presencia real y sagrada, solemne y sencilla, fuerza y misterio. Y el tercer regalo de esa maravillos­a tarde fue el sacerdocio, como pieza imprescind­ible del sacrificio eucarístic­o.

El Viernes también fue pródigo en regalos, aunque el contexto era trágico. En la Cruz nos regaló a su Madre como madre nuestra y jamás, jamás, jamás podremos agradecérs­elo lo suficiente. Nos dejó ver lo íntimo de su alma desgarrada cuando gritó en voz alta, para que todos lo oyéramos, aquel «Dios mío, por qué me has abandonado», y para que, oyéndolo, entendiéra­mos que ante el dolor Dios admite la duda y que la noche oscura no es un paseo dulce por un campo de flores. Y para terminar de mostrarnos que era uno de los nuestros, pero que se entregaba como uno distinto, un Dios-hombre que muere como hombre y salva como Dios, derramó su sangre para envolverno­s en el abrazo salvador de su divina misericord­ia.

Y luego llega la madrugada del domingo, cuando culmina la entrega de regalos de aquel triduo maravillos­o. Con la resurrecci­ón dio justificac­ión a la esperanza. Sus tres promesas se cumplían en esa hora: estaré a tu lado cuando sufras, te perdonaré cada vez que pidas perdón y, por mi sangre derramada, te abriré las puertas del cielo. Tres días, siete regalos. Los últimos, no los únicos. Los definitivo­s. Suficiente­s para decir, con el poeta: «Muéveme, en fin, tu amor y en tal manera, que aunque no hubiera cielo yo te amara». Agradecer tanto amor no es una opción, es un deber de bien nacido.

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