ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
NUESTRAS METAMORFOSIS
Es la hora de los populismos. Que los proclamen Trump, Iglesias, Maduro o Putin, no cambia, al fin, gran cosa
E repente, la nieve. Y la luz de mi buhardilla, que el frío sol de enero hacía cegadora, me llega ahora a través de un filtro lácteo de nieve congelada: tosco esmeril, espeso y arrugado. Todo es ahora tan volátil como esa leve seda de sudario sobre las sinfonías de Sibelius. Y los poetas leídos de muy joven me retornan con gravedad de oráculo.
Ha sido, primero, un ritmo: catorce sílabas, en dos series de siete encadenadas. Luego, a ese ritmo silábico han venido a habitarlo las palabras. Porque el verso es eso, justamente: memoria silenciosa de lo que hemos olvidado; para ese mínimo milagro lo inventan los aedas griegos. Y he de rendirme, una vez más, a la constancia de que el mundo –y en el mundo nuestras vidas– cabe en catorce sílabas. Irrevocables. Nousvivonsdansl’oublidenos métamorphoses, «vivimos en el olvido de nuestras metamorfosis». Traduzco con la mayor literalidad que puedo; sé que destrozo la música del verso; y
Dque esa música es lo que nos hiere en poesía. Pero esta melancolía primordial que el ritmo arrastra, dice lo que, de no haber sido transfigurado en cadencia, se nos haría insoportable. Cifrado en el mensaje de catorce sílabas, se trueca en matemático teorema: nuestras vidas.
El verso abre un poema de 1946. Paul Éluard gira en él sobre el hallazgo y la perdida que cifran una vida. La idea es todo lo depurada que cabe exigirle a un poeta: vivimos olvidando, olvidándonos a nosotros mismos; cada paso es un abandono, y vivir es esa niebla en cuyo algodón se nos perdió la silueta de lo que fue nosotros. Colonizamos las metamorfosis, las decimos identidad nuestra en el vértigo de un presente que huye; no sospechamos cuan deprisa las olvidaremos. No mañana; apenas un instante después de haberlas revestido con nuestro nombre, esa ceniza administrativa.
Nos queremos intemporales: de intemporal enmascaramos nuestro nombre y nuestro mundo. Que tienen cuatro días. Es gracioso que ni lo sospechemos. Asisto, en la placidez ártica del iglú en que se tornó mi buhardilla, a la inmensa ingenuidad con la que hicimos, de un avatar muy corto y muy aleatorio llamado democracia, ideal universal del mundo de los hombres. Pero lo que llamamos democracia nace en 1948: bajo el peso inaugural de la guerra fría. Y con la guerra fría acaba: era, al fin, un medido escaparate con cuya luz cegar al enemigo. Ese enemigo murió en 1989. Y, con él, nosotros. Las palabras se extinguen mucho más despacio. Seguimos diciendo «representación» y «democracia». Pero ni representación ni democracia pintan nada en la cósmica demagogia de redes y pantallas. Es la hora de los populismos. Que los proclamen Trump, Iglesias, Maduro o Putin, no cambia, al fin, gran cosa.
Suena la 7ª: Sibelius. La penumbra se cierra. Hay la luz tan sólo del escritorio. Sé que habito el olvido de mis metamorfosis. De repente, la nieve.