ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

NUESTRAS METAMORFOS­IS

Es la hora de los populismos. Que los proclamen Trump, Iglesias, Maduro o Putin, no cambia, al fin, gran cosa

- GABRIEL ALBIAC

E repente, la nieve. Y la luz de mi buhardilla, que el frío sol de enero hacía cegadora, me llega ahora a través de un filtro lácteo de nieve congelada: tosco esmeril, espeso y arrugado. Todo es ahora tan volátil como esa leve seda de sudario sobre las sinfonías de Sibelius. Y los poetas leídos de muy joven me retornan con gravedad de oráculo.

Ha sido, primero, un ritmo: catorce sílabas, en dos series de siete encadenada­s. Luego, a ese ritmo silábico han venido a habitarlo las palabras. Porque el verso es eso, justamente: memoria silenciosa de lo que hemos olvidado; para ese mínimo milagro lo inventan los aedas griegos. Y he de rendirme, una vez más, a la constancia de que el mundo –y en el mundo nuestras vidas– cabe en catorce sílabas. Irrevocabl­es. Nousvivons­dansl’oublidenos métamorpho­ses, «vivimos en el olvido de nuestras metamorfos­is». Traduzco con la mayor literalida­d que puedo; sé que destrozo la música del verso; y

Dque esa música es lo que nos hiere en poesía. Pero esta melancolía primordial que el ritmo arrastra, dice lo que, de no haber sido transfigur­ado en cadencia, se nos haría insoportab­le. Cifrado en el mensaje de catorce sílabas, se trueca en matemático teorema: nuestras vidas.

El verso abre un poema de 1946. Paul Éluard gira en él sobre el hallazgo y la perdida que cifran una vida. La idea es todo lo depurada que cabe exigirle a un poeta: vivimos olvidando, olvidándon­os a nosotros mismos; cada paso es un abandono, y vivir es esa niebla en cuyo algodón se nos perdió la silueta de lo que fue nosotros. Colonizamo­s las metamorfos­is, las decimos identidad nuestra en el vértigo de un presente que huye; no sospechamo­s cuan deprisa las olvidaremo­s. No mañana; apenas un instante después de haberlas revestido con nuestro nombre, esa ceniza administra­tiva.

Nos queremos intemporal­es: de intemporal enmascaram­os nuestro nombre y nuestro mundo. Que tienen cuatro días. Es gracioso que ni lo sospechemo­s. Asisto, en la placidez ártica del iglú en que se tornó mi buhardilla, a la inmensa ingenuidad con la que hicimos, de un avatar muy corto y muy aleatorio llamado democracia, ideal universal del mundo de los hombres. Pero lo que llamamos democracia nace en 1948: bajo el peso inaugural de la guerra fría. Y con la guerra fría acaba: era, al fin, un medido escaparate con cuya luz cegar al enemigo. Ese enemigo murió en 1989. Y, con él, nosotros. Las palabras se extinguen mucho más despacio. Seguimos diciendo «representa­ción» y «democracia». Pero ni representa­ción ni democracia pintan nada en la cósmica demagogia de redes y pantallas. Es la hora de los populismos. Que los proclamen Trump, Iglesias, Maduro o Putin, no cambia, al fin, gran cosa.

Suena la 7ª: Sibelius. La penumbra se cierra. Hay la luz tan sólo del escritorio. Sé que habito el olvido de mis metamorfos­is. De repente, la nieve.

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