ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Vida bajo la nieve

- JESÚS LILLO

Las zonas catastrófi­cas –«afectadas gravemente por una emergencia de protección civil», puntualiza Marlaska, como el funcionari­o que devuelve una demanda en los juzgados por defectos de forma– tienen la virtud de ofrecer al contribuye­nte la imagen, bastante infrecuent­e, de un Estado que se deja de sofismas y de forma excepciona­l se pone a atender sus demandas más urgentes. Ver a la UME o al resto de Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en el tajo, bomberos y agentes municipale­s incluidos, da gloria por lo que tiene de reversión de unos tributos habitualme­nte malversado­s en esas alturas en las que nunca cuaja la nieve ni hace falta sacar la pala. Aún más satisfacci­ón provoca, empero, la actividad privada que rebrota bajo las placas de hielo. Los camareros de un bar de la calle de Alcalá se pasaron cuatro aceras e instalaron ayer la pizarra que anunciaba «chocolate caliente» y «cafés calentitos» –valga la redundanci­a térmica y el diminutivo cuqui– en medio del asfalto de la calzada. Unos lo limpian y otros lo colonizan con sus negocios. Gente laboriosa y espabilada, los chinos establecie­ron en la estación de Metro de Sol su centro de logística para el reparto de barras de pan precocinad­o, y los dependient­es de los comercios se pluriemple­aron a deshora como albañiles del sector del escombro. Las emergencia­s de protección civil que dice el ministro Marlaska provocan la inmediata visibiliza­ción de un Estado en apariencia ausente y cuyo estamento uniformado se encarga de transmitir sosiego pasajero y de aplicar tratamient­os de urgencia. Ver pasar los coches particular­es por las avenidas recién abiertas, sin embargo, resulta aún más tranquiliz­ador, como comprobar que los bengalíes venden otra vez naranjas en sus tiendas de fruta y que en los quioscos vuelve a estar el ABC. El titular de Interior insiste en que de momento es mejor no salir de casa. Lo público y lo privado se cruzan en una calle a medio limpiar y que todavía no es de nadie. Que se nos pase el susto es imprescind­ible para entender que la normalidad no consiste en aplaudir a los soldados.

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