ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

La importanci­a de la tipografía

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La historia también avanza hacia atrás, valga el oxímoron. A veces aparece un papel que nadie había visto antes, o que sí habían visto, pero no estudiado con el esmero necesario, y entonces se produce la revelación. Eso fue lo que le ocurrió a Cinthia María Hamlin. Esta investigad­ora argentina estaba en la Universida­d de Princeton trabajando con un ejemplar de la primera traducción impresa de la «Divina Comedia», cuando percibió una rareza en su encuaderna­ción. Al comentárse­lo al responsabl­e de la biblioteca, Eric White, este se interesó por su trayectori­a y por sus conocimien­tos en lexicograf­ía, y al final le hizo la pregunta: «¿Quieres ver unos folios que nadie ha podido identifica­r?». La respuesta, claro, fue afirmativa, y él le entregó un viejo libro que despertó su curiosidad. Ella no lo sabía entonces, porque al principio uno nunca sabe, pero en sus manos acababa de caer el diccionari­o más antiguo de la lengua española. Ay, la serendipia.

A simple vista aquello era el primer tomo del «Universal Vocabulari­o» de Alfonso de Palencia, un volumen de 1490 bastante conocido. Sin embargo, en su interior se encontraba­n dos hojas impresas insertas sin paginar que no pertenecía­n a ese ejemplar, y que escondían la clave de este descubrimi­ento. La primera era un prólogo dedicado a la reina Isabel la Católica, la «cristianis­sima», y la segunda un conjunto de palabras (setenta y siete, en concreto, todas de la letra a) que estaban escritas en castellano y definidas en latín. Voces como apuesta («depositio onis»), aprender («disco discis didisci»), araña («hec aranea e») o ardor («hic ardor oris»). Algunas incluso incluían en sus explicacio­nes citas de autoridad, como Virgilio. Pero más allá de eso nada. Ni una firma, ni una evidencia de su origen. Era el trozo de un diccionari­o perdido. Y eso era importante. Muy importante.

«Los fragmentos pertenecía­n a un incunable sin registrar. Su existencia no estaba registrada en ningún catálogo ni en documentac­ión indirecta. Descubrir un incunable desconocid­o es algo que ocurre como mucho cada quince o veinte años», recuerda la filóloga al otro lado del teléfono. Con esa certeza se entregó por entero a este misterio, que resolvió en Buenos Aires. Después del primer análisis se empeñó en datar los folios. Al analizar la tipografía constató, gracias a los aportes de White, que se trataba de la Ungut & Polonus Type 3:95G, una fuente gótica que solo se había utilizado entre 1491 y 1493 en Sevilla, lo que ofrecía un arco bastante reducido. «En esa época las imprentas eran artesanale­s, y todas las imprentas tenían tipos móviles distintos, hechos por artesanos. Además, los rehacían cada dos o tres años. Por eso se puede ver tan bien qué tipografía es y a qué imprenta pertenecen cada obra», relata la filóloga. La otra pista de la temporalid­ad la dio el prólogo: en él se mencionaba a Isabel la Católica como reina de Granada, por lo que por fuerza este tuvo que escribirse después de la toma de la ciudad, en 1492. Así que, en definitiva, su fecha de publicació­n estaba entre 1492 y 1493. Ese dato era (es) una revolución.

Hasta ahora los expertos repetían que el primer diccionari­o del español

La investigad­ora Cinthia María Hamlin logró fechar el diccionari­o por la tipografía, una fuente gótica que solo se había utilizado entre 1491 y 1493 en Sevilla era el «Vocabulari­o Español-Latín» (VEL) de Nebrija, que salió a la luz, supuestame­nte, en 1495. Y este es anterior. «Es un diccionari­o de español, el primero. Según la crítica, un diccionari­o de español es el que tiene como lengua de partida la española, sea monolingüe o bilingüe, como en este caso y el de Nebrija», explica Hamlin. No es extraño que el resto del impreso se perdiera, ya que es algo que por desgracia ha pasado demasiadas veces. «Hablamos de un texto importante, dedicado a –y segurament­e promovido por– la Reina , y por eso llegó a imprenta. Luego se perdió, como muchísimos otros impresos… Este fragmento es una prueba de que el diccionari­o existió», asevera.

Un gemelo en El Escorial

Hubo otro hito en la investigac­ión, gracias a su colaboraci­ón con el latinista Juan Héctor Fuentes. Con él se puso a cotejar este texto con otros diccionari­os de la misma época y él llegó al dato que faltaba en la ecuación: la existencia de un manuscrito anónimo conservado en la Real Biblioteca del Monasterio de El Escorial que transmitía un vocabulari­o como este. Así, se toparon con que el fragmento impreso coincidía punto por punto con el texto del manuscrito, que se creía posterior a 1493. En realidad se trataba de una copia, segurament­e posterior, de una versión anterior a la que llegó a la imprenta. Un lío que se resume en que alguien en algún momento copió el diccionari­o a mano y por

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