ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
Alfonso Delgado
La comunidad científica internacional lo recordará por sus investigaciones sobre enfermedades infecciosas
Al llegar la noche del viernes, la muerte irrumpió con su implacable franqueza y nos arrebató a Alfonso Delgado, de repente sin respetar la sala de espera de una dolencia resignada o el anuncio de una despedida próxima. En unos minutos, la víspera de sus bodas de oro con Eva Muerza, pasó de la vida terrenal plena a la eternidad, en cuya esperanza siempre vivió ajustando a ella sus principios y convicciones. Una muerte sorpresa para la que nadie ha podido prepararse emocionalmente, para la que ni sus tres hijos, ni sus numerosos amigos hemos acopiado los recursos afectivos para enfrentarnos al dolor.
La comunidad científica internacional le recordará por sus más de sesenta libros y tratados de pediatría, por sus investigaciones sobre enfermedades infecciosas, por su catequesis de la fe ilustrada en la bondad de las vacunas que le llevó a participar en seis campañas de vacunación infantil en África, de las que regresaba rebosante de alegría por la oportunidad de experimentar el ejercicio más completo y generoso de la medicina. Su elección como presidente de la Asociación Española de Pediatría no hizo sino confirmar la extraordinaria aportación de Alfonso Delgado al bienestar y la salud de los niños.
La comunidad universitaria está triste porque, con el adiós a Alfonso, pierde no un mero enseñante, sino un maestro vocacional, admirado por miles de alumnos a lo largo de su magisterio en las universidades de Navarra, País Vasco y CEU San Pablo, curtido en los hospitales de dichos centros. Se quejaba Ortega y Gasset de que en España no abundaban buenos maestros y el tiempo transcurrido desde su lamento no ha hecho sino ennegrecer nuestro horizonte y entorpecer la existencia de un espacio gestor de cultura, exigente con quienes desarrollaran en él su formación para suministrarnos sabiduría. Al despedir a Alfonso, siempre preocupado por la falta de liderazgo moral de nuestro tiempo, sentimos que la universidad pierde al maestro que sabía defenderla, como ningún otro, de la somnolencia intelectual y de la terca tarea de demolición de una enseñanza cimentada en la recompensa al esfuerzo, la solvencia científica, la promoción justa en una sociedad abierta.
«Comparto su dolor, pero no puedo compartir su esperanza», les indicaba Albert Camus a los cristianos reunidos para debatir el lugar de su religión en la crisis europea de la segunda posguerra mundial. ¿Cabe una confesión más aterradora? Porque a nosotros, como al poeta Miguel Hernández en la marcha de Ramón Sijé, por doler nos duele hasta el aliento, pero, sin embargo compartimos con nuestro médico Alfonso la compasiva esperanza y el inmenso privilegio que nos concede nuestra fe: la promesa de la eternidad y la dicha de vivir siempre, incluso en las horas de sufrimiento, bajo la luz inagotable de la Redención.