ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
ILLA EN LOS INFIERNOS
La verdadera imagen de Salvador Illa: un juguete roto por Sánchez. Rodeado de vergüenza y muerte
AL final, no sé qué es lo que Illa me inspira más: si pena o si desprecio. Otros ministros ha habido de efectos devastadores. Pero ninguno retornó a casa con un equipaje de noventa mil cadáveres. ¿Cómo se vive con eso, en el silencio de esa habitación vacía que puede, según Pascal, tan fácilmente trocarse en infierno?
Desde que, hace un año, la pandemia se inició, Illa ha mentido –y ha hecho mentir a su vicario Simón– más de lo que jamás se haya mentido en la política española; que ha sido mucho. El catálogo que, en estas páginas, establecía ayer Nuria Ramírez de Castro es una enciclopedia de la infamia: mintió Illa cuando, iniciada la pandemia en China y ya exportada a Italia, anunció que en España habría, como mucho, dos o tres casos y ninguna muerte, en días en los que ya todos los virólogos sabían lo que estaba en marcha; mintió cuando, al retrasar las medidas hasta la noche posterior a la manifestación del «no mata el coronavirus sino el machismo», disparó el contagio colectivo en Madrid; mintió sobre el comité de expertos; mintió, al dar vía a libre a un desconfinamiento alegre y suicida; mintió sobre el modo opaco de gestionar la compra de aquellas mascarillas que, previamente, él había mentirosamente anatemizado como innecesarias y aun perjudiciales; mintió al descargar sobre las comunidades autónomas –más que nada sobre Madrid– los cadáveres que se le amontonaban en el despacho; mintió al decir que no se presentaría a las elecciones catalanas…
No fueron precisamente mentiras astutas: una tras otra salían a la luz apenas pronunciadas. Y él seguía, porque el amo Sánchez así se lo ordenaba. Ahora sabemos qué le ofrecía a cambio de esa cosecha de ignominia: la presidencia regional de Cataluña. ¿Valió la pena? O, más bien, ¿valdrá la pena, en el caso de que la consiga? Porque, si lo que hasta ahora ha hecho mueve a desprecio, puede que lo que viene nos dé la verdadera imagen de Salvador Illa: un juguete roto por Sánchez. Rodeado de vergüenza y muerte. Y sin ni siquiera el consuelo del premio que a cambio le fue prometido.
¿Habrá gente dispuesta a poner en una urna su voto a favor de alguien con un historial así? Parece que Redondo y Sánchez piensan eso. Desprecian lo bastante al ciudadano como para estar convencidos de que aquí noventa mil muertos no pesan nada frente al control omnímodo de las apisonadoras televisivas. Sánchez, a fin de cuentas, dijo que había salvado a cuatrocientas mil personas de la muerte, en el país con la mayor tasa de víctimas del mundo, y no pasó nada, absolutamente nada. ¿Por qué con su correveidile habrían las cosas de ser distintas? Es atroz, pero así calculan los políticos.
Entre el desprecio y la pena, Illa juega su última partida. Espero que la pierda. Y pueda meditar, en el silencio pascaliano de la habitación vacía, sobre sus noventa mil muertos.