ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
Camas separadas
Los Trump volvieron a una vieja tradición: la de tener cada uno su alcoba y su dormitorio
Dormitorio Lincoln Sala de estar
Salón este
Sala de estar Dormitorio de la reina Dormitorio este Dormitorio oeste
Sala de belleza
Comedor
Cocina
Salón oeste
Vestidor
Dormitorio principal Sala
Salón central los pasados años: «El viejo Bush te hacía sentir como si fueras alguien más, a su mismo nivel, cara a cara». No ha sido tan cercano ninguno de los demás, ni Clinton, ni Bush hijo, ni Obama, ni Trump. Es más, cuando Bush padre perdió la reelección, el personal de la residencia quedó atónito, y las relaciones con el personal de Clinton fueron especialmente tirantes.
LA ARAÑA DE HILLARY. Hillary Clinton es, de hecho, una de las inquilinas que peor recuerdo dejó, a pesar de su calvario personal con las aventuras y desventuras de su marido. Los empleados de la Casa Blanca la recuerdan como alguien fría y distante, extremadamente celosa de su intimidad y de la de su hija, Chelsea. Los chefs se tomaron especialmente mal que insistiera en cocinar a menudo, ya que les dejaba sin nada que hacer. (Para estos empleados es importante mantenerse ocupados, ya que cobran salarios bastante decentes para Washington, que en ocasiones superan los 100.000 dólares, 82.000 euros, anuales). No llevaba bien Clinton, como no llevó bien Rosalynn Carter, que el presidente deba pagar de su bolsillo todas las comidas, las suyas y las de sus invitados. (Cada presidente cobra hoy por hoy un salario anual de 400.000 dólares, 330.000 euros, más 50.000 dólares de gastos).
El electricista Bill Cliber, que para entonces había trabajado para diez presidentes, recuerda que la llegada de los Clinton fue muy, muy complicada. La Casa Blanca funciona como un reloj pero es aparte de una vivienda un museo, con piezas de un valor incalculable entre sus paredes. Hillary Clinton quiso que Cliber colgara siete arañas mientras durara la jura de su marido, es decir, por espacio de unas horas. El electricista se puso manos a la obra, comenzando por la Sala del Tratado, que el nuevo presidente quería emplear como despacho privado. Tras la jura, la primera dama apareció por allí y le metió prisa. Las lágrimas de cristal de la araña estaban todas desperdigadas por el suelo, ya que Cliber las estaba limpiando antes de colgarlas, una a una. Hillary se enfadó, porque no entendía la demora. Le dijo que se apresurara y que si se perdía o rompía alguna lágrima, las repondrían. Cliber le respondió que esas lágrimas eran centenarias, carísimas, irremplazables. La primera dama enfureció, le mandó salir, pero nadie podía recomponer la araña, que estuvo desmontada tres semanas, hasta que Cliber pudo volver a entrar a trabajar discretamente en ella. Silencioso y disciplinado, nunca volvió a hablar del asunto.