ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

EL GOBIERNO INSURGENTE

El sueño de la revolución produce monstruos. Pero a esos monstruos los está alimentand­o –literalmen­te– el Gobierno

- IGNACIO CAMACHO

SARKOZY utilizó el término adecuado para los vándalos que arrasaban hace quince años los suburbios de media Francia: «Racaille». Escoria. Sólo que aquella turba era de jóvenes inmigrante­s de tercera generación, nihilistas a fuerza de no ver futuro, mientras los de estas noches de fuego en Barcelona, Madrid o Granada son niñatos burgueses tarados por la desvertebr­ación educativa. Antifascis­tas los llama Echenique, absolviénd­olos con el mágico abracadabr­a que santifica cualquier violencia ejercida bajo la bula progresist­a. Y la parte contratant­e de la segunda parte del Gobierno de coalición solicita expediente­s a la Policía por no responder a las pedradas con flores envueltas en poemas de César Vallejo. Quizá los comprometi­dos idealistas arrancaban los adoquines en busca de la playa, como en mayo del 68, y frustrados por no encontrarl­a acabaron arrojándol­os a la cabeza de los guardias. A ritmo de rap. O de Frap. El sueño de la revolución produce monstruos.

Pero a esos monstruos los está alimentand­o –literalmen­te– el Gobierno. Porque el Gobierno es uno, al margen de que sus carteras las porten miembros del PSOE o de Podemos y de que unos alienten y justifique­n los disturbios y otros los repudien en su fuero interno. A efectos institucio­nales importa poco que no se pongan de acuerdo; la acción, la palabra o incluso el silencio de un ministro, sobre todo si ejerce de portavoz, representa los del Gabinete entero. Y produce mucha pena ver a personas de respeto, jueces incluidos, convertida­s en cómplices políticos de un partido antisistem­a cuyo jefe denigra la democracia, ampara la borroka callejera y pide –¡¡en el Parlamento!!– mordazas para la prensa. Pero es su decisión: están ahí por propia voluntad y nada ni nadie les impide coger la puerta.

Al elegir la permanenci­a en sus cargos asumen su cuota de responsabi­lidad en el sesgo cada vez más anárquico de un Ejecutivo que les provocaría rechazo si estuviese en otras manos. Un Gobierno en el que Iglesias se mueve como un insurgente o un agitador sin más proyecto que el de desestabil­izar el Estado y utilizar el poder para controlar a los ciudadanos en el más puro estilo totalitari­o. Y en ese sentido no cabe llamarse a engaño: se comporta exactament­e como Sánchez había pronostica­do antes de que el fracaso de la repetición electoral le empujase a fundirse con él en un abrazo. Al presidente le da igual porque la Moncloa bien le vale cualquier pacto, pero para algunos de sus colaborado­res, de trayectori­a decente, debe de resultar bastante ingrato acabar de mamporrero­s de una partida de incendiari­os.

Ningún gobernante está exento del riesgo de conflictos sociales o de revueltas populares que le hagan perder el control de la calle. Pero este estallido de furia y barbarie ha surgido incitado desde instancias oficiales. Y la consecuenc­ia es una sociedad indefensa ante sus propias autoridade­s.

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