ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
Un estudio señala dos siglos de daños en los Dólmenes de Antequera
Denuncia el «encarnizamiento urbanístico» por usar criterios inadecuados
Los Dólmenes de Antequera (Málaga) han sufrido daños por diversas obras y modificaciones promovidas durante casi dos siglos, según un estudio de la Universidad de Sevilla, que analiza las intervenciones realizadas desde 1840 hasta 2020. En el documento se señala que ha habido un «encarnizamiento urbanístico» en su entorno debido a la falta de «criterios adecuados» al actuar sobre estos monumentos prehistóricos, Patrimonio Mundial de la Unesco desde 2016.
«Un arquitecto que hace casas adosadas no puede intervenir en un monumento de seis mil años de historia. Al menos, no lo puede hacer sin la supervisión de expertos», afirma a ABC Leonardo García Sanjuán, que firma con Coronada Mora el estudio del departamento de Prehistoria y Arqueología. « Es una revisión a lo que se ha hecho mal, para que no se vuelva a producir», afirma este arqueólogo.
Los autores del estudio sostienen que las excavaciones acometidas en el dolmen de Menga entre 1842 y 1847 por Rafael Mitjana y Ardison «cambiaron la apariencia» de esta construcción megalítica con «la apertura de un nuevo acceso» o «la presumible acumulación de la masa tumular extraída en otra zona» diferente a la original. En ese período, el dolmen de Menga fue declarado Monumento Nacional (1886), siendo incorporado al patrimonio público, pero hasta 1900 la arquitectura y el entorno de esta construcción megalítica «sufrieron actuaciones incontroladas y no registradas». No fue hasta 1940 y 1941 cuando el enclave fue objeto de una primera gran restauración. Aquella intervención abarcó también el dolmen de Viera y el ‘tholos’ de El Romeral, declarados Monumento Nacional e Histórico Artístico en 1923 y 1931.
La investigación revela diversas intervenciones promovidas en estas construcciones megalíticas década tras década, y señala que al menos 26 de ellas tuvieron repercusiones para la integridad de los dólmenes y su entorno. El informe enumera siete actividades arqueológicas entre las décadas de 1840 y 1930, incluyendo cinco excavaciones irregulares y sin metodología arqueológica. A esto añaden tres actividades de restauración o acondicionamiento entre 1940 y 1984, así como 16 intervenciones entre 1985 y 2019.
Según el estudio, las intervenciones más tempranas causaron daños irreparables, como la rotura de la losa de cabecera de Menga o el desmonte de la mitad septentrional de su túmulo por la apertura de un camino para vehículos. En casi todos los casos, los arquitectos de estas intervenciones carecían de experiencia en monumentos megalíticos y no contaron con asesoramiento por parte de equipos científicos. Así, el abuso de la excavación arqueológica como método acabó derivando en catas que permanecieron años sin ser cubiertas y ulteriores problemas para la integridad y sostenibilidad de los monumentos. En el informe se alerta también de que se ha convertido el entorno de los monumentos en un área intensamente urbanizada, y proponen que la revisión de las actuaciones planeadas en el enclave sea encomendada a un órgano multidisciplinar de especialistas.
viera vi otro blanco porque la propina tendría que ser mayor. Que un blanco b salía caro. Entre otras cosas, sa escribe la autora, porque a un blanco bl no se le podían dar golpes y no serservían para meter los tubos del suministroii eléctrico por las paredes: «Este era el orden natural e incuestionable de las relaciones: el negro servía al blanco, y el blanco mandaba sobre el negro». Cuando llegaba el día de cobrar, si al padre de Figueiredo le apetecía castigar a alguno por cualquier motivo, le pagaba menos: «Todo era posible». En el cine los negros sabían que no podían sentarse en la platea o en los palcos. No estaba escrito en ningún lado, ni falta que hacía.
«Oveja negra»
Ese «orden natural» hacía que Figueiredo, de niña, viera a los negros pedir trabajo a las puertas de su casa y ella no pudiera hacer otra cosa que no fuera regresar a su cuarto a seguir leyendo a Dickens. O que en el colegio no sufriera consecuencias cuando pegó a otra alumna. «Era mulata, era una presa fácil. No podía hacerme nada. Quejarse, ¿y luego? Yo era blanca», escribe. Tan pronto como tomó conciencia, dice Figueiredo, comprendió que aquella situación no era admisible, que los negros no podían seguir siendo tratados como animales. «Siempre me sentí una oveja negra», recuerda.
«Discutía violentamente con mi padre. Él me llamaba a mí comunista y yo a él fascista, siempre a gritos, pero también nos queríamos mucho. Cuando escribí el libro mi padre quedó como un monstruo. Y yo siempre he dicho: sí, mi padre era racista, un fascista, es verdad, pero no era un monstruo». Lo que ‘Cuaderno’ retrata es un hombre de su tiempo, en su contexto, tan racista como los demás, en la metrópoli y en ultramar.
Es el mismo hombre que, cuando el imperio colonial portugués acabó, sufrió la violencia revanchista de los africanos. Tras la Revolución de los Claveles y hasta que Mozambique alcanzó la independencia, en el año 1975, la «negrada», como escribe Figueiredo, se revolvió contra los colonos matando al azar y humillándoles de manera aleatoria. Si ella se salvó fue porque un vecino negro impidió que la turba entrara en su casa. «Cuéntalo todo», le dijo el padre de la escritora antes de que volviera a Portugal como retornada, «todo lo que robaron, saquearon, rompieron, quemaron, ocuparon. Los coches, las casas».
Figueiredo, sin embargo, no entregó ese mensaje. Era solo «una parte de un todo gigantesco», y de algún modo, dice, se «merecían los ataques». Pero si no lo pudo contar fue también porque esa adolescente retornada se encontró un país de izquierdas, incluso proindenpendentista, que no quería saber nada de estos hechos. Era «políticamente incorrecto» hablar de ello: «Lo que yo tenía que decir era que estábamos muy contentos con la descolonización de África y que nos habían tratado muy bien». No era viable que ella, una niña de 13 años en un país que no conocía, dijera nada sobre la vida amenazada a cada segundo y del riesgo constante de no saber si conseguirían regresar a casa. «Solo he podido escribir sobre mi padre y todo lo que vi cuando murió, antes no era posible», apunta Figueiredo. «Hice las paces con él después de su muerte». A él le dedica el libro.