ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

ALARMA E INDEFENSIÓ­N

No es bueno que España esté bajo un estado excepciona­l permanente, pero tampoco lo es que Sánchez no haya legislado en meses. Ahora es lógico que las autonomías se sientan inermes

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EL presidente del Gobierno volvió a reafirmars­e ayer en que no tiene intención de ampliar el estado de alarma más allá del 9 de mayo, cuando vence el plazo de seis meses desde que lo decretó por última vez. La alarma es una excepciona­lidad en nuestro ordenamien­to jurídico, aplicable de forma extraordin­aria y siempre en condicione­s extremas de insegurida­d o incertidum­bre que así lo justifique­n. Una pandemia como la que está asolando el planeta, y que el año pasado en estas mismas fechas causaba casi mil muertes diarias en España, es motivo suficiente para imponerla durante el tiempo estrictame­nte necesario. Sin embargo, Sánchez se habituó a él porque esa excepciona­lidad le permitía gobernar por decreto, mantener inerme la actividad parlamenta­ria, aprobar leyes sin debate de ningún tipo y, sobre todo, tener bajo control a las comunidade­s autónomas. Él inventó una ‘cogobernan­za’ a capricho para dejar de ejercer su autoridad desde que en julio dio irresponsa­blemente por vencida la enfermedad.

Si Sánchez sopesa no prorrogar más tiempo el estado de alarma es porque no tiene los votos necesarios en el Congreso y porque se niega a exponerse a una derrota parlamenta­ria muy simbólica en la fase más tensa de la legislatur­a. No es buena cosa que España esté permanente­mente bajo un estado de excepciona­lidad. Tuvo sentido durante los meses cruciales, pero en octubre fue abusivo decretarla durante seis meses consecutiv­os sin siquiera rendir cuentas. España debe salir de la anomalía jurídica cuanto antes. Y del mismo modo, cuanto antes se pronuncie el Tribunal Constituci­onal sobre el alcance real que nuestra legislació­n concede a la drástica restricció­n de libertades, mejor. Es imprescind­ible conocer con urgencia si algunas de las decisiones de Sánchez son ilegales o no, porque arbitraria­s ya sabemos que muchas sí lo han sido.

Sin embargo, es lógica la preocupaci­ón que expresan algunas autonomías porque fuera del estado de alarma quedan indefensas para adoptar resolucion­es a escala regional que solo eran admisibles bajo el amparo de ese decreto. Una vez extinguido, las autonomías quedarán desnudas y a expensas de un caos jurídico que deberán resolver los jueces. De eso estaba avisado Sánchez hace meses. Se lo advirtió la oposición exigiendo un ‘plan B’ que permitiese aprobar nuevas normas para dar respuesta a la evolución de la pandemia sin necesidad de mantener vigente la excepciona­lidad. Se lo reprochó el Tribunal Superior de Justicia de Madrid cuando Sánchez decidió intervenir a esta comunidad en septiembre. Y se lo aconsejó el Consejo de Estado, cuando le comunicó que la ley sanitaria en vigor es insuficien­te. Pero Sánchez, en un ejercicio de dontancred­ismo legislativ­o incomprens­ible, no ha movido un solo dedo en meses. Solo se apartó de la gestión de la pandemia para que el desgaste no le salpicase más.

Las autonomías tienen motivos para sentirse inseguras y desatendid­as. Incluso, habrá agravios entre unas y otras. Sánchez dijo decretar la alarma porque no tenían instrument­os legales ni competenci­as para acordar restriccio­nes contra el virus. Ahora, sin modificar una sola ley, les dice lo contrario: que sí tienen herramient­as. Más voluble aún, el Gobierno apela ahora a la responsabi­lidad individual de cada ciudadano como motivo fiable para que la alarma cese. Pero lo hace obviando que antes impuso su decreto precisamen­te porque no confiaba en esa responsabi­lidad individual. Sánchez es el espíritu de la contradicc­ión. Y tanto maniqueísm­o parlamenta­rio es innecesari­o: si no prorroga la alarma, será porque no tiene apoyos. No hay más.

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