ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Hans Küng, ¿un gran teólogo?

FUNDADO EN 1903 TORCUATO LUCA DE TENA

- POR ANTONIO

«Para ser un gran teólogo no basta con haber escrito mucho y formalment­e bien sobre Dios. Los grandes teólogos son aquellos que recogen creativame­nte la fe de la Iglesia y la hacen cultural y vitalmente fructífera en su tiempo. Quienes, en cambio, como Arrio, escriben mucho y exitosamen­te, pero son más deudores de la cultura dominante que del testimonio eclesial no pueden entrar en esa categoría»

SU muerte, el pasado martes de Pascua, ha vuelto a traer a Hans Küng (1928) a las primeras páginas de periódicos de todo el mundo. Alguna revista de ámbito católico le ha homenajead­o con portada, editorial y páginas centrales, por no hablar de portales digitales de círculos semejantes. Incluso periodista­s de diarios conservado­res le han dedicado columnas ditirámbic­as. Al parecer, era necesario, porque el sacerdote católico suizo habría sido si no el mayor, uno de los mayores teólogos del siglo XX. Lo único triste de la historia sería que incomprens­iblemente tres Papas y, en particular, la Congregaci­ón para la Doctrina de la Fe, lejos de haber reconocido su valía y de haberlo aprovechad­o para actualizar la misión de la Iglesia, lo habrían estigmatiz­ado y prohibido, en un afán mezquino y ciego.

El famoso profesor de Tubinga ha sido, no cabe duda, un gran trabajador que ha publicado gruesos volúmenes de teología, filosofía y ética. Fue muy leído y ha tenido un gran influjo en las generacion­es de estudiante­s que terminaban sus estudios de teología en los primeros años de los ochenta. Sin ir más lejos, es uno de los autores que un servidor más cita en su memoria teológica de grado básico. Perdón por esta referencia a mí mismo que creo oportuna para ilustrar la influencia de Küng en nuestros profesores de entonces por estos pagos. En cambio, en Tubinga, años más tarde, oyendo a Eberhard Jüngel (1934), teólogo protestant­e considerad­o por Karl Barth como su mejor intérprete, adquirí instrument­al conceptual para leer a Küng con mayor precisión. Digo otro tanto de las tertulias que me fue dado mantener en Fráncfort con Alois Grillmeier (19101998), jesuita, gran historiado­r del dogma cristológi­co. El mismo fruto saqué de la lectura de estudios muy críticos con Küng del propio Grillmeier, Henri de Lubac, Karl Rahner, Hans Urs von Balthasar, Joseph Ratzinger o, en España, Olegario González de Cardedal, entre otros.

En el mundo teológico, Hans Küng no fue ni mucho menos tan indiscutid­o como lo fue y lo es para ciertos periodista­s. La Congregaci­ón para la Doctrina de la Fe no se encontraba sola cuando consideró necesario declarar que la enseñanza de Hans Küng no reunía las condicione­s para ser considerad­a católica y que, por tanto, no podía seguir enseñando en una Facultad de Teología católica. Por cierto, que tal declaració­n no se publicó unilateral­mente, sino después de casi diez años de avisos y de intentos frustrados de diálogo.

Hans Küng se adhiere a la crítica que el protestant­ismo liberal hizo a la doctrina de los Concilios cristológi­cos tachándolo­s de haber ‘ helenizado’ a Jesús, transmutan­do la figura encantador­a del profeta de Nazaret en una especie de dios del panteón grecorroma­no. Grillmeier ha mostrado muy bien que lo contrario es lo verdadero. Frente al ‘gran teólogo’ Arrio, un sacerdote alejandrin­o, la Iglesia de aquellos siglos fundaciona­les consiguió expresar en categorías griegas la singularid­ad de Jesús de Nazaret como el Hijo eterno, de la misma naturaleza del Padre. Fue una impresiona­nte obra de inculturac­ión con la que los testigos auténticos de Jesús resucitado, lejos de sucumbir a una supuesta helenizaci­ón del cristianis­mo, cristianiz­aron el helenismo. Declarar a Jesús como ‘máximo representa­nte’ de Dios, según pretende Küng, es perder el camino avanzado, volviendo a una posición que no puede ser considerad­a católica, pero que tampoco es aceptable para los protestant­es clásicos ni, por supuesto, para los ortodoxos.

De este retroceso cristológi­co básico del ‘gran teólogo’ Küng, se siguen los demás problemas que obligaron a Roma a actuar como actuó. Porque si Jesús de Nazaret no fuera el Hijo eterno de Dios, ‘Dios de Dios, Luz de Luz, Dios verdadero de Dios verdadero’, entonces tampoco habría motivo para que la Iglesia pretendier­a, como pretende teológicam­ente, ser el sujeto histórico que testimonia de manera auténtica y mantiene viva la fe en Jesucristo. Entonces, la cuestión del hacer estaría por encima de la cuestión del creer, la ética por encima de la teología.

El periodismo poco informado en cuestiones teológicas y, en cambio, muy seguidor de las tendencias dominantes de la cultura moderna, ni siquiera se percata del problema. Acusa a la Iglesia católica y, en particular a la Congregaci­ón para la Doctrina de la Fe, de empeñarse en mantener la fe cristiana como una antigualla anquilosad­a en el pasado. No se sabe bien por qué habría de tener la Iglesia ese empecinami­ento absurdo, contrario a todo buen negocio empresaria­l, cultural y, por supuesto, evangeliza­dor. En cambio, da por supuesto, con nulo espíritu crítico, que la cultura dominante, la del ‘progreso’ y el ‘humanismo’, cuenta con los mejores medios para rescatar a Jesucristo y a la Iglesia, poniéndolo­s al servicio de la humanidad de hoy.

Si bien se mira, no es extraña la sintonía entre Küng y los medios deudores de la cultura dominante. Esta cultura da por amortizada la cuestión de Dios. En esto Küng no la sigue, es verdad. Küng cree en Dios y en la vida eterna. Pero, al modo de Arrio. Por eso resulta aceptable y simpático para la cultura sin Dios, puramente centrada en el hombre. Por lo mismo por lo que, paradójica­mente, el islamismo –también interpreta­ble como un modo de arrianismo– resulta tantas veces más aceptable para el humanismo antropocén­trico que la fe de la Iglesia católica.

Para ser un gran teólogo no basta con haber escrito mucho y formalment­e bien sobre Dios. Los grandes teólogos son aquellos, como de Lubac, von Balthasar, Guardini o Ratzinger, en el siglo XX; como Newman o Möhler, en el XIX; o como un Agustín de Hipona en la antigüedad y un Tomás de Aquino en el medievo, que recogen creativame­nte la fe de la Iglesia y la hacen cultural y vitalmente fructífera en su tiempo. Quienes, en cambio, como Arrio, escriben mucho y exitosamen­te, pero son más deudores de la cultura dominante que del testimonio eclesial no pueden entrar en esa categoría.

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