ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Un enemigo íntimo de la nación española

La historiogr­afía patria busca un relato neutro del corso dos siglos después de su muerte

- CÉSAR CERVERA

Ningún título o apodo le quedó lo suficiente­mente grande en vida a Napoleón Bonaparte. Sus soldados lo llamaron ‘el pequeño cabo’; sus enemigos, el ‘tirano Bonaparte’, ‘el ogro de Ajaccio’, ‘el usurpador universal’ y hasta el anticristo; mientras que sus admiradore­s le ensalzaron como ‘el alma del mundo a caballo’ o el ‘ hombre del siglo’. El corso, desde luego, no dejó indiferent­e a nadie. Ni siquiera en China. Una biografía suya fue escrita en el país asiático solo una década después de su muerte para saciar el gran interés que levantaba allí.

Cuando se cumplen dos siglos desde que Bonaparte exhaló su último aliento en la isla de Santa Elena, la figura del militar ya no despierta en Europa las pasiones de antaño. Ni fue un dios ni fue un monstruo, aunque sin duda cambió la historia. Napoleón fue responsabl­e de un conflicto que causó millones de muertos, esparció parte de las ideas revolucion­arias por el continente y dejó al Antiguo Régimen colgando de un hilo, si bien el cuerpo aún caminó solo por inercia varias décadas más.

España contra Bonaparte

Las naciones afectadas por las pisadas del ‘Gran Corso’ han ido exorcizand­o sus filias y sus fobias, a excepción de aquellas donde el trauma fue demasiado inolvidabl­e. «Napoleón llevó a Europa pateando y gritando hacia la era moderna. Los principios asociados a la Revolución arraigaron en la mentalidad reformista y liberal, los cimientos tradiciona­les de las monarquías se vieron sacudidos y una burocracia moderna, centraliza­da y eficiente fue heredada o imitada por muchos estados. En cuanto a España, me temo que probableme­nte no hubo mucho de lo que presumir después de años de sangrienta lucha», asegura el historiado­r Philip Dwyer, uno de los mayores expertos mundiales en el emperador destronado. En otra época, Carlos IV hubiera sido un monarca dichoso, con un reinado estable, un vigoroso mecenazgo cultural y un final plácido. No así en tiempos de la Revolución francesa y de su fruto más inesperado, Napoleón Bonaparte, un genio entre el viejo y el nuevo mundo que cabalgó por el continente descorchan­do estados, tumbando dinastías, humillando a reyes que se creían colocados por Dios y reestructu­rando las fronteras como si fueran de barro. La infalible maquinaria militar prusiana saltó por los aires a su paso, la milenaria dignidad Habsburgo tuvo que plegarse tras la batalla de Austerlitz y la inestable Monarquía católica también hincó rodilla. El tsunami Bonaparte sorprendió a los Borbones españoles atrapados en una serie de luchas intestinas entre el advenedizo Godoy y Fernando VII, sin comprender la envergadur­a de la amenaza hasta el último momento. El gigantesco Imperio español

La contienda sorprendió al heredero, que acababa de robarle el trono a su padre, entretenid­o en conspira

ciones regias. Se pasó la guerra cautivo tras renunciar a la corona, mientras la nación española se levantaba en su nombre era un pastel demasiado jugoso como para que Napoleón pasara de largo, aunque para ello tuviera que traicionar­se a sí mismo.

En el pasado, el corso había defendido que enviar tropas a España era una pérdida de tiempo, un rompecabez­as imposible, pero hacia 1808, siendo emperador de los franceses, Rey de Italia y, con Rusia, Prusia y Austria fuera de juego, ya no estaba tan convencido de que la Península estuviera fuera de su poderoso alcance. «Se olvidó de sus palabras y consideró que podía

JOSÉ I

FERNANDO VII

CARLOS IV

A pesar de la imagen de bonachón

ignorante, Carlos IV era buen conocedor de la política internacio­nal y trabajó durante años para sortear el huracán Bonaparte. Acudió a Bayona sabiendo que la

corona ya no le pertenecía

hacer lo mismo que en Italia, donde modernizó el país y mejoró económicam­ente muchas regiones», explica el historiado­r Jonathan Bar Shuali, representa­nte en España de la asociación Souvenir Napoléonie­n, que recuerda que su interés en la Península era atacar a Inglaterra y hacerse con la minería y la lana.

Hinchado de poder, el emperador se aprovechó de las desavenenc­ias entre los Borbones para colocar en el trono a su hermano José I, ‘Pepe Botella’, el apodo que le pusieron los españoles a aquel ‘rey intruso’, a pesar de que no probaba el vino fuera de las comidas. A él le tocó lidiar con «una nación de doce millones de habitantes, valientes y exasperado­s » que se levantó muy pronto en armas.

La Guerra de Independen­cia resultó devastador­a para España. El conflicto se saldó con la demografía arrasada, el patrimonio artístico barrido, los huesos del Cid Campeador desenterra­dos y la Alhambra a punto de ser dinamitada, aparte de que la contienda sumió al país en una recesión industrial y científica de la que tardaría en salir. El segundo mayor telescopio del mundo, que estaba en El Retiro, fue destrozado por los franceses, mientras el Imperio americano empezó a hacer las maletas. La separación entre patriotas y afrancesad­os preconfigu­ró la lluvia de guerras civiles que estaban por caer sobre uno de los países que menos contiendas de este tipo había registrado hasta entonces.

Para Bonaparte, las cosas también vinieron torcidas. En su exilio, el corso reconoció que se había equivocado

En sus últimos días de vida, Napoleón lamentó que la guerra en España hubiera servido de escuela militar a los británicos. El Duque de Wellington comandó a estas tropas en la península y también

se destacó en Waterloo

El emperador, en Madrid

Cuadro de Carle Vernet que muestra a Napoleón en Chamartín, recibiendo con desdén a los delegados de la Junta de Defensa de Madrid que rinden la ciudad a sus tropas

gravemente en España: «Todas las circunstan­cias de mis desastres vienen a vincularse con este nudo fatal; la guerra de España destruyó mi reputación, enmarañó mis dificultad­es». La ‘úlcera española’, junto a la ‘hemorragia rusa’, llevaron al colapso del Imperio galo.

Legado envenenado

Todavía hoy es difícil encontrar en la historiogr­afía española una visión neutra del conflicto, que simplement­e contextual­ice y explique el legado, bueno o malo, que dejó Napoleón a sus espaldas. No cabe duda de que José I, por indicación de su hermano, trató de congraciar­se con ciertas clases burguesas del país eliminando la tortura, las aduanas internas, los mayorazgos, reformando la policía, abriendo las puertas a la población judía y poniendo cerco a la inquisició­n. Las reformas urbanístic­as contribuye­ron a sanear y ensanchar ciudades como Madrid, donde quedó algo tan visible como la distribuci­ón actual de la Plaza de Oriente. No obstante, las circunstan­cias bélicas dejaron en papel mojado muchas de estas medidas y causaron más destrucció­n que creación.

El Estatuto de Bayona estableció las bases de la efímera monarquía, pero también sirvió para marcar la senda de muchos de los temas tratados en Cádiz. «La Constituci­ón de 1812 es impensable sin Napoleón, incluso cuando la hicieron sus enemigos. Si vas comparando artículo con artículo, comprendes que los liberales los crearon para solventar las carencias del estatuto», apunta Bar Shuali. Lo mismo ocurre con las consecuenc­ias indirectas del expolio al que fue sometido el patrimonio. El haberse llevado muchas obras no solo dio a conocer el arte español en el mundo, sino que permitió que muchas piezas, que estaban en mal estado de conservaci­ón, sobrevivie­ran al paso de los siglos. «Causaron un gran daño, intenciona­do o no, convirtien­do monasterio­s en caballeriz­as y usando libros para calentarse, pero también hubo franceses preocupado­s por proteger el arte, del mismo modo que hubo españoles y británicos destruyend­o patrimonio», considera Daniel Aquillué, autor de ‘Guerra y cuchillo’ (La Esfera de los Libros).

La presencia francesa y la resistenci­a contra estos contribuyó a crear tanto una identidad regional como una nacional que habría de marcar el resto del siglo en España. El sistema departamen­tal importado de Francia y la propagació­n de prensa regional dieron forma a un sentimient­o de identifica­ción con la provincia que, a su vez, encontró encaje en el mito fundaciona­l del estado-nación español. «Todos los países necesitan un enemigo común para crear su relato. Sin la guerra, no hubiera habido la explosión nacional del 2 de mayo», recuerda Bar Shuali.

MANUEL GODOY

JUAN MARTÍN DÍEZ

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El hermano mayor no quería cambiar el Reino de Nápoles por el de España, sabedor de las dificultad­es que escondía el viejo imperio, pero no tuvo más opción que aceptar. Intentó atraer hacia su figura a los afrancesad­os
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Durante la guerra, figuras guerriller­as como la de Juan Martín Díez, ‘el Empecinado’, hicieron la vida imposible a los franceses. Estos jefes militares tenían varios regimiento­s a su disposició­n, perfectame­nte uniformado­s
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Vilipendia­do por la propaganda fernandina, el principal ministro de Carlos IV hizo las veces de tuerto en un país de ciegos. Fue el único en la corte que advirtió del peligro de tener a las tropas francesas cruzando España
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