ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

«La gente nos paraba para saber el número de su familia. No lo sabían»

María Asunción Rey trabajó en el pueblo de Villalueng­a de la Sagra, hasta que se marchó a Madrid

- FRANCISCA RAMÍREZ

Difícil no imaginar cómo puede ser María Asunción Rey Berrio (Mariasu para los amigos), de 68 años, sin hijos, y que se casó con Agustín, un vecino de su pueblo natal, Villalueng­a de la Sagra, y a quien había echado el ojo. Y casualidad­es de la vida, lo volvió a ver en Madrid. Así que los dos decidieron que sí tenían que vivir una aventura lejos de su localidad, mejor juntos. Y ahí siguen. Viviendo en Madrid, aunque el corazón — dice— lo tienen en Villalueng­a de la Sagra (Toledo), donde reside parte de su familia.

Con voz suave y entre risas, Maria

Mariasu, segunda por la izquierda junto a sus compañeras telefonist­as su recuerda que entró a la empresa con tan solo 18 años y se convirtió en una de las primeras operadoras de Telefónica. «Fue una época muy bonita, el trabajo me gustaba mucho, a pesar de que eran muchas horas», afirma. «Ofrecíamos servicio a seis pueblos de la provincia de Toledo y a la empresa Aslan, que tenía más servicio que muchas de las localidade­s que teníamos encomendad­as».

Una central familiar

Además, debían atender las cuatro líneas con Toledo, las otras cuatro con Madrid». Y enumera: «teníamos línea con Olías del Rey, Recas, Yuncos, Illescas. Para los vecinos éramos las chicas del cable y había que atender cada una, cuadro y medio», remarca para recordar que la central estaba ubicada en una vivienda familiar. «No tengo ni idea cómo llegó allí o porque Telefónica apostó por ese lugar», dice.

Tenían tres turnos de siete horas cada uno, hasta la medianoche. Las que hicieran este último tenían que volver por la mañana. «Era muy sacrificad­o porque teníamos que trabajar en Navidad y en todas las fiestas. Siempre había que estar allí», reitera.

Y así fueron pasando los años hasta que llegó la automatiza­ción del teléfono y se tuvo que cerrar la central de Villalueng­a. «Lo puedes creer — dice entre risas— que cuando cerró la gente nos paraba por la calle para preguntarn­os. ¿Oye cuál es el número de teléfono de mi hermana, mi tía, mi hermano...». Y claro, es que nosotras nos sabíamos el número. Si la luz se encendía en el número 2, pues tal... en el tres, el pedíatra y así todo el día».

Mariasu no para de reír. Recuerda que, por ejemplo, cuando se moría alguna persona de un pueblo, la gente llamaba a las telefonist­as de la clavija para preguntarl­es quién se había muerto. «Éramos las más enteradas del pueblo y nadie sabía que a veces buscábamos esos números en la guía telefónica». Y así hasta llegar a Madrid, el 19 de septiembre de 1984, a la oficina de Ríos Rosas. Luego a la de Corazón de María, para terminar en los despachos de General Perón, donde se jubiló. Hoy tras este diálogo, ella repite que volvería a ser telefonist­a. «Me encantaría, aunque la vida debe seguir avanzando», concluye.

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