ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Un mitin o el delirio compartido

Lo mejor es que da igual porque a los mítines la gente va a vibrar mientras suena música

- DIEGO S. GARROCHO

UN grupo de personas en éxtasis y al borde del delirio por culpa de una pasión compartida. No importa si se trata de una tragedia de Sófocles, de un partido en La Bombonera o de un mitin en Illescas. La misma experienci­a puede servir para purificar las esquinas más recónditas del alma o para lanzarse a los brazos de un candidato local. Las siglas políticas se venden con los mismos mecanismos con los que te ofrecen un coche coreano y las señoras se arroban hasta la lipotimia con la devoción con la que las adolescent­es se desmayan en el concierto de una ‘boy band’. Les prometo que yo no había puesto un pie en un mitin hasta esta campaña, pero ahora le he cogido afición a este exotismo. La única manera de salir vivo es acudir con el mismo ánimo con el que Darwin se embarcó en el Beagle, con la curiosidad con la que un explorador se adentra en tierra ignota.

El origen de la política no es el poder, sino la mentira. Por eso Platón reflexionó hondamente sobre los nobles engaños y Aristótele­s admiraba a Homero por enseñarnos a mentir como es debido. La realidad de un mitin, sin embargo, se parece más a una mala tarde de sol y moscas en una explanada de Torrelaveg­a que a una trola sofisticad­a. Todo es extraño en estos contextos. Huestes de afiliados de cerca y de lejos, con el socorrido recurso de los autocares, van a juntarse y a escuchar consignas sin ningún valor semántico real. Ver a un ser humano adulto proferir consignas previsible­s y que una masa enardecida aplauda es algo revelador. Demuestra lo más simiesco de nuestra especie y nos recuerda por qué los fanatismos son posibles.

Es proverbial la confianza con la que el aspirante se encaloma al atril y comienza a arremeter contra los del color contrario. Lo formidable de esta película es que se supone que deberían hablar para convencer a indecisos pero se dirigen a quienes son fanáticos de la causa hasta agradecer el castigo. La clave son las inflexione­s de la voz, el sube y baja del tono, la conversión de cualquier palabra en esdrújula hasta hacernos creer que de verdad se dice «sólidarida­d».

La España una es igual la mires por donde la mires, donde todos soñamos con ser Kennedy pero acabamos siendo un comercial de Tecnocasa. Lo mejor es que da igual porque a los mítines la gente va a vibrar mientras suena música de Detroit para ganar Valdepeñas. Me fascina cómo partiendo desde un susurro el parlante comienza a elevar la voz hasta acoplar los fables de la tómbola. Uno siente que el pabellón se calienta como una tragaperra­s hasta la explosión final del aplauso. Al cierre, camaradas y colegones que se odian se palmearán la espalda en un televisivo abrazo para seguir conspirand­o contra sí mismos hasta llegar a la siguiente plaza. Y, pese a todo, hay algo de valor en ello.

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