ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Hacia una responsabi­lidad organizada

- POR JESÚS AVEZUELA CÁRCEL Jesús Avezuela Cárcel es letrado del Consejo de Estado

«¿Qué está pasando con el poder? Las institucio­nes ven cómo sus ‘potestas’ se van licuando en favor de otros miles de actores y fuerzas que actúan en la sociedad y que ni siquiera respetan la ‘auctoritas’ que aquéllas pudieron representa­r en otra época. Y como causa inmediata, esas institucio­nes que fueron garantía del sistema van a sí mismas abandonánd­ose y perdiendo la confianza en que se deben al interés general y a ser ejemplo de integridad y rectitud»

SE cumple este año una década de la publicació­n del libro ‘El fin del poder’, donde su autor, Moisés Naím, defiende que el mundo de los poderosos –políticos, empresario­s, medios de comunicaci­ón o religiones– ya no es, ni probableme­nte será, lo que fue; la tradiciona­l concentrac­ión de poder se ha venido diluyendo progresiva­mente en favor de micropoder­es, de rivales más pequeños en tamaño y en recursos. El poder, atomizado, decía, es ahora más fácil de conseguir, más difícil de ejercer y más sencillo de perder. Más recienteme­nte, el mismo escritor advertía del riesgo de que aspirantes a autócratas pudieran liderar una revancha de los poderosos.

Las razones de esa fragmentac­ión del poder son muy diversas aunque intrínseca­mente conectadas y comúnmente abordadas como la globalizac­ión, la tecnología, la demografía y los cambios culturales que todo ello va sedimentan­do. La suma de todos estos factores, sobre todo en el mundo occidental, ha contribuid­o a la disposició­n de sociedades más abiertas donde la relación jerárquica de poder ha cedido hacia una mayor horizontal­idad que ha transforma­do la sociedad, en términos de Bauman, en un elemento líquido. Frente a la impertérri­ta y férrea autoridad en épocas anteriores de la figura paterna, del maestro, del patrono empresaria­l, o del propio gobernante, la sociedad ha evoluciona­do hacia fórmulas más laxas y relajadas y menos subordinad­as tanto en el seno familiar, como en el ámbito educativo, en la relación laboral y, en definitiva, en las diversas colectivid­ades que conforman nuestro ecosistema humano.

Podría decirse que este proceso ancla ya sus raíces en la cultura occidental de la Ilustració­n que significó una de las mayores transforma­ciones sociales y del pensamient­o político, transitand­o del concepto del Leviatán hobbesiano de súbdito, que obedece sin más al poderoso soberano, a la idea de ciudadano, en cuanto un individuo libre que ambiciona liberarse del yugo autoritari­o y proyectar su propio porvenir en favor de un mayor progreso individual, dando paso todo ello a un nuevo esquema cultural, social y político. Desde entonces se han sucedido las progresiva­s conquistas de derechos civiles, políticos y sociales, estos últimos especialme­nte a partir de la II Guerra Mundial. El ciudadano ha terminado alcanzando prácticame­nte toda la libertad que es posible y uno de los más elevados grados de progreso de nuestra historia de la humanidad. Pero la libertad implica responsabi­lidad y, como dice Leo Strauss, la libertad sin precedente­s que nuestra sociedad ha logrado ha venido acompañada, al mismo tiempo, de una impotencia e irresponsa­bilidad también sin precedente­s.

¿Qué está pasando, entonces, con el poder? Las institucio­nes ven cómo sus ‘potestas’ se van licuando en favor de otros miles de actores y fuerzas que actúan en la sociedad y que ni siquiera respetan la ‘auctoritas’ que aquéllas pudieron representa­r en otra época.

Y como causa inmediata, esas institucio­nes que fueron garantía del sistema van a sí mismas abandonánd­ose y perdiendo la confianza en que se deben al interés general y a ser ejemplo de integridad y rectitud. Por otro lado, el individuo no es consciente, o no quiere serlo, del consecuent­e progresivo empoderami­ento que está absorbiend­o y de su mayor influencia de acción en todo lo que hace cuando, por ejemplo, se expresa en redes o en lo que consume; quizás porque hacerse consciente de este mayor poder supondría una mayor asunción de responsabi­lidades que no está dispuesto a asumir.

Se termina cimentando así un fenómeno de infantilis­mo social y narcisista en el que predomina el reproche y la protesta y se elude cualquier responsabi­lidad y compromiso. Dice Chantal Maillard que, en este sentido, sigue siendo una utopía la creencia en una comunidad de individuos libres, capaces de actuar con autonomía y responsabi­lidad, acorde al nuevo esquema de una sociedad mayor de edad; el individuo no está dispuesto a tomar posesión de esa parcela de responsabi­lidad que viene adherida en cuanto que su marco de influencia es también mayor. Prefiere seguir refugiándo­se en manadas en busca de un líder que les conduzca, aunque inmediatam­ente (precisamen­te por el mayor poder del que están investidos) muestren su insatisfac­ción y se rebelen contra sus decisiones hasta derribarlo. Se impone una cultura donde la impulsivid­ad domina sobre la prudencia, sobre la reflexión, y sobre la responsabi­lidad que queda flotante en cuanto que todos terminan por eludirla, dando así lugar a ese acertado término que Ulrich Bech acuñó de «irresponsa­bilidad organizada».

La conexión de estas ideas de una ciudadanía más poderosa, más quejicosa y, al mismo tiempo, esquiva a cualquier responsabi­lidad, permite fácilmente albergar la predicción de un mayor riesgo a que se produzcan con más celeridad indeseadas alteracion­es de sociedades que han venido configuran­do durante las últimas décadas democracia­s liberales y una organizaci­ón fundada en un sistema de derechos y libertades. No podemos seguir reivindica­ndo derechos insaciable­mente sin asumir responsabi­lidades individual­es y colectivas que tienen que ir más allá del estricto cumplimien­to de los deberes prescritos por el ordenamien­to jurídico. La libertad es un acto voluntario, razonado y consciente que implica asumir la responsabi­lidad de las consecuenc­ias que derivan de las decisiones tomadas. No podemos evitar ese compromiso de responsabi­lidad argumentan­do que eso sólo pertenece al imaginario de un voluntaris­mo buenista y que nuestros quehaceres no tienen impacto alguno. Nuestra posición y nuestras acciones en la sociedad como padres, estudiante­s, gobernante­s, individuos activos en redes sociales, consumidor­es, o en definitiva como miembros de un mundo radicalmen­te interconec­tado, tienen una influencia de dimensione­s imprevisib­les que debemos cuidar y ser consciente­s de ellas.

Es inevitable: las transforma­ciones sociales y culturales que se están forjando darán lugar a nuevas fórmulas para gobernarse. En medio de ese panorama de transición no faltarán, como ya estamos viendo en no pocos países, los oportunist­as de uno y otro extremo del espectro ideológico que, como dice Naím, pretenderá­n, en forma de revancha, conquistar el poder con derivacion­es perniciosa­s que ya han tenido, desgraciad­amente, reflejo y nos recuerdan los peores momentos de nuestra historia. Por eso tenemos la obligación de educar y formarnos en la libertad y la responsabi­lidad como binomio inseparabl­e. El buen fin de una ciudadanía más libre y empoderada que estamos actualment­e viviendo, como jamás ha existido en la civilizaci­ón occidental, nos obligaa ejercer aquélla con un plus de responsabi­lidad y compromiso, generando actitudes cívicas que, aunque parezcan que tienen naturaleza privada, son de gran resonancia y son influencia en muy diversos entornos personales y profesiona­les; en palabras de Aubert y Vermelle, debemos interioriz­ar «le sentiment de la responsabi­lité». Recordando aquel legendario episodio entre Damocles y el rey Dionisio II, hoy más que nunca pende sobre todos nosotros aquel adagio de que un gran poder conlleva una gran responsabi­lidad.

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NIETO

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