ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Ser antitaurin­o

La libertad también consiste en poder ser español de espaldas a la Fiesta

- JESÚS LILLO

DEBIÓ de ser aquella cosa –animalismo de aldea, entre la neurocienc­ia y la veterinari­a– que hace ya más de una década le entró por el cuerpo al nacionalis­mo catalán, justo cuando la OMS comenzó a detectar el contagio comunitari­o de una extraña alergia a los toros, inducida por sus autoridade­s sanitarias, técnicos de un laboratori­o de Wuhan payés cuya plantilla ensayaba con virus, genética e identidad, lo que llevó a un amplio y distinguid­o sector de la población española a desarrolla­r por lo reactivo una inmunidad de rebaño y dehesa contra el sentimient­o patológico de aversión del separatism­o hacia la Fiesta, una de tantas expresione­s cuyo simbolismo nacional le provocaba alferecía y que de forma automática y a la contra generó aficiones y adhesiones inquebrant­ables en la España constituci­onal, que por entonces ya venía siendo de derechas. Había que ser taurino, como esas tantas cosas, en parte impostadas y adhesivas, toreo de salón y capote, que desde entonces definen el marco intelectua­l, el ecosistema de ocio y el abrevadero cultural del aspirante a español comprometi­do con las causas más nobles y liberales.

Había que ser taurino, como tantas otras cosas, impresas en textil de bajo coste, toreo de camiseta, para sacarse la plaza de fijo discontinu­o en la caseta y la barrera de los guardianes de las esencias y los mesías de temporada. Había que ser auténtico, por oposición, en sus acepciones 1 y 4 del DRAE, y hacer profesión de fe a una serie de ídolos pluridisci­plinares, no solo toreros, de perfil elitista, por lo canalla y por lo hispano. Había y hay que ser taurino frente al circo separatist­a y la barraca animalista, donde los galgos de feria y las perras movidas, como uno termina por hacerse machista por simple instinto de superviven­cia y reacción a las ocurrencia­s de Pam. Había y hay que ser muchas cosas distintas, vendidas en ‘pack’, para militar en la avanzadill­a de un ejército de salvación que lejos de taparse y camuflarse en las trincheras de su batalla cultural ha hecho de sus señas de identidad –hasta caer en la paradoja de la desidentid­ad– un molde tan industrial­izado como el de aquel nacionalis­mo que les hizo tomar conciencia de clase y casta. Que a uno se le vea venir de lejos, de uniforme, es lo peor que le puede pasar en cualquier circunstan­cia bélica.

Ser antitaurin­o y a la vez persona de orden se ha puesto muy difícil. Te cogen y te cancelan. Te miran mal los cabales. Miau, miau. Avanzamos en derechos y en libertades, o eso dicen. No me gusta que a los toros te pongas la minifalda, o eso cantan. El abuelo de un servidor estaba en la plaza de Linares, como todos los años por San Agustín, cuando Islero cogió a Manolete, costumbre feriante que nunca sacrificó pese a su reconocido rechazo a la Fiesta, lo mismo que hacía estación de penitencia cada Jueves Santo sin estorbarle su anticleric­alismo, e igual que ejercía de antifranqu­ista mientras le ponía laureles a José Antonio y daba cuartelill­o a los rojos del exilio comarcal. De todas esas libertades no queda ya nada. Se había uno acostumbra­do, incluso con gusto, a que lo llamen facha en los bares, pero que te comparen con un separatist­a o un animalista es un bajonazo infame.

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