ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
EL CEMENTERIO DONDE YACEN OLVIDADOS LOS ÚLTIMOS ÍDOLOS DE LA REPÚBLICA
ABC pasea junto a tres expertos en el conflicto que sacudió España desde 1936 por el Cementerio Civil de la capital, la minúscula necrópolis en la que descansan personajes como Nicolás Salmerón, Dolores Ibárruri o Pío Baroja
No hiela la sangre el camposanto. Para empezar, gracias a que el astro rey se ha desperezado y la mañana se augura soleada; pero también porque hace mucho que los presentes asumieron que el destino de todo ser humano es el gélido abrazo de la tierra. La puerta –no llega a portón– desafía a los paseantes; nuestros tres mosqueteros de la historia. Jesucristo no protege estos muros; no se atisba ni una cruz en la entrada que custodie el descanso de los muertos. Estamos en el Cementerio Civil de Madrid, panteón secreto de masones, republicanos, judíos y, en general, de todo aquel alejado de la religión católica.
Serán como las diez de la mañana, ya después del primer café; tiempo de confesiones. «Nunca había venido por aquí, y eso que hace años que trabajo con listados de fallecidos republicanos». El que habla es Fernando del Rey, premio Nacional de Historia en 2020 por su ensayo ‘Retaguardia Roja: violencia y revolución en la Guerra Civil española’. A su lado, en mangas de camisa, aguarda su colega, Manuel Álvarez Tardío. Ambos son catedráticos de Historia del Pensamiento y de los Movimientos Sociales y Políticos. Dos expertos en el conflicto fratricida. La tercera pata del trípode es José Luis Hernández Garvi, investigador y autor, entre otros, de ‘La Guerra Civil española en 50 lugares’; varios de ellos, cementerios.
Quiénes mejor para un agradable paseo con olor a ciprés. Es tiempo de cementerios; la actualidad lo dicta. Las tumbas, centinelas del sueño eterno, generan más follones que los vivos. Lo vimos en abril con la exhumación de José Antonio Primo de Rivera. Y antes, con Queipo de Llano y Franco. Pero hoy no pisamos esta minúscula necrópolis, ubicada a la vera de un coloso como la Almudena, al calor del guerracivilismo. Como desvela Tardío, el objetivo es demostrar que «la democracia ha eliminado las separaciones tradicionales» y que, «gracias al régimen de 1978, España vive en armonía». Aunque también descubrir cómo resisten el paso de las décadas las sepulturas de tipos tan ilustres como don Pío Baroja.
Poso católico
No espera el Civil para mostrar sus sorpresas. A la siniestra de un camino de piedras luce, austero, el sepulcro del presidente que inauguró la Primera República: Estanislao Figueras. Aquel que, según la tradición, se exilió de España al grito de «estoy hasta los cojones de todos nosotros». Frente a él se erige el gran mausoleo construido por suscripción nacional en honor a su sucesor: Francisco Pi y Margall. Su epitafio esgrime rencor: «¡España no habría perdido su imperio colonial de haber seguido sus consejos!». Una risa general rompe el silencio. «Es un mito positivo de la izquierda. Su federalismo se esgrime como solución al actual sistema de las autonomías», explica Del Rey. No está de acuerdo.
A su derecha yace el tercero en discordia: Nicolás Salmerón, aquel que cogió el relevo de Pi i Margall. Un panteón con dos columnas neoclásicas abriga un sepulcro sencillo, nada que ver con la leyenda que le despide: «Por la elevación de su pensamiento, por la rectitud inflexible de su espíritu. por la noble dignidad de su vida». Para Tardío es un ejemplo más de «la beatificación de los líderes laicos de la política española»; la «glorificación de unos políticos convertidos en santos cuyas vidas son tomadas como ejemplares». Lo curioso es que, en palabras de Del Rey, casi parece un epitafio cristiano: «Al final, el poso católico sale por todos los lados».
Los tres presidentes se cuentan entre los primeros personajes ilustres del lugar. «Se empezó a levantar en 1884, con Alfonso XII. En la actualidad forma parte de la Necrópolis del Este, que engloba el cementerio Civil, el Hebreo y el de Nuestra Señora de la Almudena», explica Garvi. El que
Las verdades afloran entre las lápidas «LA SEGUNDA REPÚBLICA SE CONVIRTIÓ EN UN RÉGIMEN BELIGERANTE, Y PARA NADA NEUTRO, EN CUANTO AL LAICISMO»
Pío Baroja, incómodo para todos «FUE LA TERCERA ESPAÑA, UN INTELECTUAL DE CONVICCIONES LIBERALES QUE NO SE IDENTIFICÓ CON LA DERIVA RADICAL DE ALGUNOS REPUBLICANOS»
hoy pisamos se proyectó a las afueras de lo que entonces era Madrid por culpa de las epidemias que asolaban la urbe. Se hizo sobre los pilares de la Real Orden del 2 de abril de 1883; esa que exigía a todos los ayuntamientos cuya población excediera de 600 vecinos que entregaran «la parte de terreno contiguo que se considere necesaria, con una entrada independiente», para «proporcionar decorosa sepultura a los que mueran fuera del gremio de la religión católica».
Aunque las inhumaciones en el Civil no arrancaron con Figueras y compañía. La primera persona enterrada en este «cementerio neutro», como se refería a ellos la Gazeta de Madrid –el antiguo BOE– fue Maravillas Leal. El 9 de septiembre de 1884, un cortejo fúnebre inhumó a esta veinteañera que se había suicidado unas jornadas antes y a la que la Iglesia no permitía descansar en tierra sagrada. «A ella se sumaron protestantes, ortodoxos, musulmanes… Nos encontramos desde grabados japoneses, hasta hoces y martillos», añade Garvi.
Mitos y realidades
Mientras camina por las hileras de mármol, brotan las lápidas grabadas con escuadras y compases. Los muertos no se esconden; no les hace falta. Los epitafios hablan de logias y algún «buen masón» que otro. También resalta una palabra escrita en alfabeto árabe y, en otro sepulcro, varias piedras de esas con las que los judíos recuerdan a sus muertos. Por tener, el Civil tiene hasta una tumba en la que yace un soldado alemán, Max Fahndrich, que, según la inscripción, murió en «territorio ruso en 1943», durante la Segunda Guerra Mundial. A pocos pasos de Fahndrich, y tras rebuscar entre nichos, hallamos a su antítesis. Una lápida revela al militar cuya muerte fue, para muchos historiadores, el chispazo que desencadenó la Guerra Civil. El epitafio se lee en un suspiro: «Teniente Castillo». A Del Rey le sorprende que esta tumba no fuese vandalizada durante el franquismo. «Era un alto responsable de la Guardia de Asalto republicana; un exponente del ejército más ideologizado. Lo enfilaron como uno de los responsables de las persecuciones contra la derecha», explica. El 12 de julio de 1936 acabaron con su vida. «A cambio, a las pocas horas sus amigos asesinaron a Calvo Sotelo», añade. El diputado conservador descansa a unos centenares de metros, en la Almudena. Aquel intercambio desembocó el golpe de Estado.
Castillo es uno de los muchos ídolos republicanos que yacen en el Civil. Cerca de su tumba, en la entrada del cementerio, despunta el más famoso: Dolores Ibárruri. Del Rey apunta un dato poco conocido de ‘Pasionaria’: sus orígenes cristianos. «Reformuló su fe a la del c o mun i s mo » , desvela.
Su caso no fue tan habitual como narra el mito, al igual que esa idea manida de que la clase media católica se enfrentó desde el principio a la República. Más bien fue lo contrario, como incide Tardío: «Antes de la aprobación de la Constitución se intentó hacer algo que luego se consiguió en la Transición: separar el Estado de la Iglesia, pero que esta tuviera un reconocimiento especial». En sus palabras, aquello fracasó «por el doctrinarismo de la izquierda republicana» y unos socialistas convencidos de que no se podía modernizar el país si no se torcía el brazo del poder eclesiástico. «La Segunda República se convirtió en un régimen beligerante, y no neutro, en cuanto al laicismo», añade.
No hay tiempo para detenerse. Subiendo por una pequeña pendiente, y ubicado a la diestra de Castillo y Pasionaria, se halla Juan Modesto, entre los generales más famosos de la República. Y, si me disculpan por el juego de palabras, en una tumba como él: modesta. «Militares de su talla o de la de Líster fueron producto de la guerra. No eran profesionales, pero dieron muestras de gran capacidad estratégica», explica Del Rey. Tardío está de acuerdo, pero apostilla también que «representaron el esfuerzo del Partido Comunista, minoritario en los albores de la Guerra Civil, de obtener la victoria antes que hacer la revolución, como querían los anarquistas». Así, derriba otro mito: el de aquella izquierda unida.
Pasan las horas, y aprieta el calor. Aunque siempre hay tiempo para una tumba más. A pocos pasos, la fotografía de un hombre de gafas generosas resalta en una lápida. Marcelino Camacho está presente. Del Rey sonríe. Para él, el primer secretario general de CC.OO. representa el espíritu de la Transición. Y su colega suscribe: «Era partidario de que el pasado es un terreno pantanoso que no nos conduce más que a enfrentamientos y que hay que construir espacios comunes para superar la división». El régimen de 1978 le abrazó a pesar de su pasado, y él respondió. «Aceptó la bandera bicolor y la monarquía porque entendía que el debate por recuperar la República era estéril», sentencia. La guinda la pone el premio Nacional de Historia: «Ojalá los políticos actuales aprendieran de él».
La última parada es frente a la tumba de Pío Baroja; una vez más, austera. Y qué mejor lugar para acabar. En este caso, toma la palabra Del Rey: «Representa a la tercera España. Fue un intelectual descreído, un excelente escritor de convicciones liberales que no se identificó con la deriva radical de algunos sectores republicanos». Al final, acabó como suele pasar en este país: odiado por los unos y los otros, incómodo para todos. Un gris dentro del maniqueísmo de blancos y negros con el que el grupo se dispersa tras un par de fotografías.