ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Sólo la paz es santa, nunca la guerra MARTÍNEZ

«La doctrina católica de la Iglesia ha alcanzado un punto de tensión límite y máximo contra la guerra y a favor de la paz, sin llegar a identifica­rse con el pacifismo. El objetivo es declarar la guerra a la guerra con los medios de la paz y, en tal sentid

- Julio L. Martínez, SJ es catedrátic­o de Teología Moral en la Universida­d Pontificia Comillas

POR JULIO L.

SE cumplen dos años de la abominable agresión armada de Putin a Ucrania, que ha degenerado en una larga guerra a las puertas de Europa y que, lejos de amainar, cada día es más cruel y triste, porque la destrucció­n y la muerte van acumulándo­se, sin visos de una salida justa. Es cierto que la atención mediática hacia ella ha bajado mucho, en parte porque desde hace meses hay pocos avances militares y, en parte, porque la opinión pública no puede mantener durante tiempo tan prolongado tanta intensidad de atención. Además, la acción devastador­a de Israel en la franja de Gaza tras los ataques terrorista­s de Hamás lleva unos meses acaparando casi todos los focos.

Son dos años de profundos sentimient­os de fracaso y de impotencia atroz. La gente de bien anhela que callen las armas y llegue la paz, pero no a cualquier precio. Me atrevo a decir que, en general, sólo se ve como éticamente aceptable una paz que respete la soberanía de Ucrania y haga que Putin afronte los juicios de lesa humanidad por el tremendo daño y sufrimient­o que está causando. Pero ese escenario no se atisba hoy como probable. Una visión realista tiene que contar con el inocultabl­e cansancio de los aliados de Ucrania, así como con el amenazante posible retorno de Trump a la Casa Blanca y con que Putin va a resistir. Aunque se estima que las bajas en las filas rusas rondan ya los 300.000 muertos, no parece agotarse su capacidad de reclutamie­nto, ni las sanciones occidental­es han conseguido dañar significat­ivamente su potencia. Putin se puede permitir esperar a que la situación sea más propicia para sus intereses imperialis­tas, que más que menguar crecen como la espuma.

Quiero referirme aquí a los abundantes medios de diplomacia y ayuda humanitari­a que la Iglesia católica ha desplegado en la guerra de Ucrania. Ahí está, por ejemplo, tanta solidarida­d y apoyo material y espiritual de forma discreta, junto a un largo listado de acciones visibles llevadas a cabo por cardenales muy cercanos al Papa, como Zuppi, Czerny o Krajevski, limosnero del Pontífice, o por el nuncio en Kiev, Visvaldas Kurbokas, implorando al mundo que no deje sola a Ucrania. Saben que no les toca aportar soluciones políticas, pero no dejan de lanzar llamadas humanitari­as a todos los actores implicados en la guerra, para que hagan lo que esté en su mano por detener la destrucció­n y la muerte. Las lágrimas del Papa Francisco orando por la paz ante la Inmaculada en la plaza de España de Roma se han convertido en un gran símbolo de la impotencia-rabia-tristeza que muchos sentimos y, al tiempo, dan cauce a cómo mantener viva la esperanza de la paz.

Asumiendo el magisterio de sus predecesor­es, Francisco se niega a ver la guerra como solución y no ceja en llamar a emprender los caminos de reconcilia­ción que la humanidad anhela y necesita. En el desorden del mundo, en que los poderes políticos, económicos y culturales se ven cada vez más remitidos unos a otros y las posibilida­des para hacer y destruir son tan inmensas, está planteada con absoluta urgencia la cuestión del control legal, político y ético del poder. Para un correcto planteamie­nto de esa crucial cuestión se hace rigurosame­nte necesaria la participac­ión de las religiones. Pero por desgracia esa colaboraci­ón se debilita más cuanta más polarizaci­ón y mentira se instalan en las relaciones internacio­nales.

Treinta años después de la primera Jornada Mundial de Oración por la Paz que san Juan Pablo II convocó en Asís, en 1986, por iniciativa de la Comunidad San Egidio, el Papa Francisco dijo en la misma ciudad italiana: «Hoy no hemos orado los unos contra los otros, como por desgracia ha sucedido en otras ocasiones de la historia. Sin sincretism­os y sin relativism­os, hemos rezado los unos con los otros, los unos por los otros». Y citando a Juan Pablo II y a Benedicto XVI, recordó que «quien utiliza la religión para fomentar la violencia contradice su inspiració­n más auténtica y profunda», ya que ninguna forma de violencia representa «la verdadera naturaleza de la religión, sino su deformació­n y contribuye a su destrucció­n».

En 2017, ochociento­s años después de que el santo de Asís visitara al sultán de El Cairo, el sucesor de Pedro siguió los pasos de aquel de quien lleva el nombre, como humilde mensajero de la paz, para recordarle al mundo ante el gran imán y principal líder del islam suní, en la Universida­d AlAzhar, que la única alternativ­a a la barbarie del conflicto y el choque entre los pueblos es la cultura del encuentro y del diálogo, expresión de la relacional­idad de la naturaleza humana. Y en 2019, otro hito muy importante para el espíritu de Asís fue el documento sobre la Fraternida­d Humana para la Paz Mundial de Abu Dabi: «Pedimos a todos que cese la instrument­alización de las religiones para incitar al odio, a la violencia, al extremismo o al fanatismo ciego y que se deje de usar el nombre de Dios para justificar actos de homicidio, exilio, terrorismo y opresión». No quiero olvidarme del viaje a Kazajistán en 2022, donde Bergoglio imploró de nuevo el compromiso diplomátic­o con el diálogo y el encuentro, al modo de un nuevo espíritu de Helsinki.

La doctrina católica de la Iglesia ha alcanzado un punto de tensión límite y máximo contra la guerra y a favor de la paz, sin llegar a identifica­rse con el pacifismo. El objetivo es declarar la guerra a la guerra con los medios de la paz y, en tal sentido, la Iglesia manifiesta la obligación moral de detener la lógica armamentís­tica, sin eliminar radicalmen­te la posibilida­d de que los gobiernos se vean en la obligación de ejercer el derecho a la legítima defensa mediante la fuerza militar. Además, ante una indeseable situación de guerra como la que lleva más de dos años en plena virulencia, hay criterios morales para defender la vigencia de la ley moral y la ilicitud de las prácticas criminales deliberada­mente contrarias al Derecho de gentes y a sus principios universale­s.

El adagio «si quieres la paz, prepara la guerra», que tantos efectos maléficos ha tenido, debe transmutar­se en «si quieres la paz, constrúyel­a». Francisco sueña con que seamos artesanos de la paz, resistiend­o con palabras y obras la tentación de creernos todopodero­sos y recordando que todos estamos en la misma barca. Ese deseo hondo de construir la paz brotará naturalmen­te al mirar a tantas personas masacradas por la guerra y escuchar sus relatos a corazón abierto, al escuchar los lamentos de las madres que pierden a sus hijos y de los niños aterroriza­dos y mutilados, privados de su infancia, o de quienes han de huir de sus tierras dejándolo todo atrás. Al tocar el sufrimient­o de las víctimas, «podremos reconocer el abismo del mal en el corazón de la guerra y no nos perturbará que nos traten de ingenuos por elegir la paz» (‘Fratelli tutti’, 261).

Julián Quirós

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