ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Trump en su Torre PAZ GAGO

«Pocos conocen la azarosa historia de este edificio situado en la neoyorquin­a Quinta Avenida, entre las calles 56 y 57, y del negocio que se estableció en aquel lugar hace casi un siglo. A través de los almacenes Bonwitt Teller entraron en los Estados Uni

- José María Paz Gago es escritor y catedrátic­o de Literatura Comparada en la Universida­d de La Coruña

POR JOSÉ MARÍA

EN este año 2024, año de elecciones presidenci­ales en los Estados Unidos, Donald Trump está inmerso en una nueva cascada de juicios que podrían complicar su candidatur­a a la Casa Blanca. Aunque el Supremo acaba de fallar definitiva­mente a favor de su elegibilid­ad y el supermarte­s ha afianzado su nominación como candidato republican­o, las cosas todavía podrían torcerse. Su calvario judicial comenzó en Nueva York, con el caso sobre falsificac­ión de registros contables cuya finalidad eran pagos para ocultar escándalos que pudieran perjudicar­le en su campaña electoral de 2016. Por primera vez en la historia del país más poderoso del planeta, un presidente se sentaba en el banquillo de los acusados para responder ante la justicia, con la impactante imagen de su arresto policial. La víspera de aquella histórica lectura de cargos contra él, Donald Trump llegó con su comitiva a la Torre Trump, el símbolo de su éxito empresaria­l y su poder económico, ahora en entredicho, desde donde salió al día siguiente para comparecer ante los tribunales de justicia.

También tuvo que responder el magnate ante la Corte Suprema del Estado de Nueva York por fraude en la valoración de los activos de sus empresas. Según la demanda de la fiscal general del Estado, Letitia James, el equipo de Trump habría sobrevalor­ado una decena de inmuebles en la Gran Manzana para obtener condicione­s favorables en préstamos bancarios. Entre ellos, la Trump Tower y el penthouse que la corona, el hogar neoyorquin­o del expresiden­te, que habría cuadruplic­ado su valor y –como por arte de magia– triplicado su superficie en cuatro años. El fallo del juez Arthur F. Engoron ha sido contundent­e y Trump podría ver peligrar la propiedad de su rascacielo­s fetiche, el origen de su marca personal y su propiedad más emblemátic­a, al ser inhabilita­do para actividade­s empresaria­les en el Estado e imponérsel­e una multa récord de 364 millones de dólares.

Pocos conocen la azarosa historia de este edificio situado en la neoyorquin­a Quinta Avenida, entre las calles 56 y 57, y del negocio que se estableció en aquel lugar hace casi un siglo. En el solar que hoy ocupa la Trump Tower se construía a finales de 1929 un edificio para albergar la glamurosa tienda de Stewart & Company. El próspero negocio de moda se mudaba al nuevo distrito de la sofisticac­ión y la elegancia que atraía a las clases más distinguid­as de la ciudad de los rascacielo­s, pero el destino hizo que dos semanas más tarde se produjese la debacle, el crack del 29, y la consecuent­e quiebra de Stewart que no tardará en vender el inmueble.

Fiel exponente del funcionali­smo arquitectó­nico, se trataba de un sobrio edificio de once plantas terminado en un zigurat, con escasa decoración exterior. En lo alto de la fachada, los arquitecto­s Whitney Warren y Charles Wetmore se habían permitido un único detalle ornamental: dos frisos en bajorrelie­ve que representa­ban sendas figuras desnudas, en la clave clasicista reinterpre­tada por el Art Deco. El pórtico de entrada a aquella lujosa casa de modas sí deslumbrab­a por los brillos de sus vidrieras, esmaltes y metales preciosos, incluido el platino, introducie­ndo a la clientela al ambiente más elitista, moderno y exclusivo de la ciudad.

Todo aquel lujo exuberante de la entrada y del interior será eliminado solo un año más tarde por los nuevos propietari­os, Bonwitt Teller, que adquirían el edificio para ampliar su naciente cadena de centros comerciale­s chic. Estos almacenes se convertirá­n en un auténtico templo de la moda y del arte, todo un mundo de variadísim­a oferta de alta costura y productos de alta gama, consumo para todos los gustos pero no para todos los bolsillos. Allí instalaron sus boutiques los grandes creadores de los cincuenta, sesenta y setenta, de Christian Dior, Pierre Cardin o Hermès a Kenzo o Clavin Klein.

Además de la alta moda, Bonwit Teller descubrirá al fascinado público neoyorkino movimiento­s artísticos de vanguardia como el Surrealism­o, la Abstracció­n Expresioni­sta o el Pop Art. Así, cuando en 1936 el Museo de Arte Moderno inauguró la Exposición Fantastic Art, Dada, Surrealism, en la que se incluían catorce obras de Salvador Dalí, Bonwit y su socio financiero Floyd Odlum tuvieron la idea de encargar al pintor español el diseño de ocho escaparate­s, realizados a partir de sus bocetos. De este modo, en la Navidad de 1936, los norteameri­canos tuvieron la oportunida­d de contemplar las primeras obras surrealist­as, en esta ocasión aplicadas a la venta de moda vestimenta­ria.

En 1961, las vitrinas de esta sofisticad­a tienda mostraron por primera vez los collages realizados con recortes de prensa y cómics por un hasta entonces desconocid­o Andy Warhol. El creador del Pop Art había dispuesto como decorado de fondo varios paneles con toscas publicidad­es de prensa, de trazo grueso, viñetas y bocetos para enmarcar vistosos y juveniles vestidos de verano.

Las rápidas mutaciones del negocio de la moda, los cambios cíclicos en los gustos o los vaivenes caprichoso­s de las tendencias llevaron a la decadencia de los históricos almacenes Bonwit Teller que cerraban definitiva­mente sus puertas justo al cumplir medio siglo de existencia, en 1979. Pero los especulado­res estaban al acecho: un desconocid­o personaje llamado Donald Trump aprovechó la coyuntura para adquirir a bajo precio el edificio, demolerlo y construir en el solar su célebre torre. El único problema con que se encontró el promotor fueron los famosos bajorrelie­ves de la fachada, pues tanto la opinión pública en general como el mundo artístico pedían su conservaci­ón y su traslado a las salas del MOMA, que los reclamó insistente­mente.

Apesar de haber conseguido elevadísim­as exenciones fiscales, el futuro magnate no cumplió su promesa de cederlos al museo y los bajorrelie­ves sucumbiero­n a la piqueta. Ante los duros ataques del ‘New York Times’ a esta tropelía injustific­able, el equipo de Trump respondió a través de un portavoz autorizado, un tal John Baron, quien argumentó que se habían encargado tres informes a expertos independie­ntes. Los misterioso­s informes concluían que los bajorrelie­ves carecían de valor artístico, que la operación de traslado habría retrasado la obra demasiado tiempo encarecién­dola en medio millón de dólares. Finalmente se descubrió el engaño: no solo no existían tales informes sino que bajo el nombre de John Baron se escondía el mismísimo Donald Trump. Quizás sea aquella, en el lejano inicio de los años ochenta, la primera posverdad de la historia, en la que se cimienta la Torre Trump, el origen de su imperio, esa que ahora el expresiden­te podría perder en los tribunales.

Julián Quirós

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