ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

El Papa entra caminando en la audiencia general y lee un largo discurso

Ni rastro de los problemas de salud que mostraba las semanas anteriores

- JAVIER MARTÍNEZ-BROCAL VATICANO

Ayer Miércoles Santo el Papa entraba a pie en el Aula Pablo VI del Vaticano, el gran salón de audiencias, y hacía saltar por los aires los rumores sobre su delicada salud. Sonriente, ayudándose de un bastón, caminó hasta el sillón desde el que pronunció con voz fuerte una larga catequesis sobre la virtud de la paciencia. Además, se apartó del texto que tenía escrito para contar la historia de dos amigos que asistían en primera fila, un israelí y un palestino, que han perdido a sus hijas en la guerra.

«Hoy aquí hay dos padres, ambos han perdido a sus hijas en el conflicto y ambos son amigos», decía mirando a Bassam Aramin, musulmán de Palestina, y a Rami Elhanan, judío de Israel. Abir, la hija de Bassam falleció en 2007, cuando un soldado israelí disparó con balas de goma en la frontera de Cisjordani­a y el proyectil alcanzó su escuela. Tenía diez años. Smadar, la hija de Rami Elhanan falleció diez años antes, en septiembre de 1997, cuando tenía 14 y un terrorista de Hamás cometió un atentado suicida en un mercado de Jerusalén.

Ambos pertenecen al The Parents Circle Families Forum, organizaci­ón de paz formada por padres que han perdido hijos en el conflicto entre Israel y Palestina. Desde hace años viajan juntos para proponer que se rompa el círculo de violencia. Esta mañana han estado en el Vaticano.

«No miran la enemistad de la guerra, sino que miran la amistad de dos hombres que se aman y que han pasado por la misma crucifixió­n», dijo de ellos el Papa. «Pensemos en este testimonio tan bonito, de estas dos personas que han sufrido en sus hijas la guerra en Tierra Santa. Queridos hermanos, gracias por vuestro testimonio», les saludó. El Papa reclamó «paz en Tierra Santa» y pidió oraciones por «la paz en la atormentad­a Ucrania, que tanto está sufriendo bajo los bombardeos». «Que el Señor nos dé a todos la paz como don de su Pascua», oró.

En muy buena forma

El Pontífice estaba en muy buena forma, preparado para las ceremonias de Semana Santa. Hoy le esperan dos largas ceremonias. Por la mañana tendrá la misa crismal en la basílica de San Pedro, y por la tarde, los oficios del Jueves Santo en una cárcel de mujeres de Roma.

Hay gran expectació­n por las meditacion­es del viacrucis de este año en el Coliseo de Roma, pues lo ha escrito personalme­nte Francisco. Se trata de un texto sobre la oración, con menciones genéricas a cuestiones de actualidad. El Vaticano encarga cada año el texto de estas reflexione­s al hilo de la Pasión de Cristo a un autor diferente. En el año 2000 lo redactó Juan Pablo II, y en 2005, un mes antes de convertirs­e en Papa, el entonces cardenal Joseph Ratzinger.

Por otro lado, el ministro de exteriores de la Santa Sede, Paul Richard Gallagher, ha explicado en una entrevista para la RAI que ve al Papa «con fuerza y decisión».

Es el escultor que mejor ha entendido (y esculpido) la materia del tiempo, desde Brancusi a Giacometti, pero también de Velázquez y sus ‘Meninas’, que un día le miraron, le golpearon la cara y todo cambió para él: «Si no hubiera visto a Velázquez, hoy sería un pintor de segunda». Palabra de Richard Serra. Titán del acero y uno de los más grandes artistas contemporá­neos, de él se ha dicho que era un Mallarmé hecho carne y piel, un Prometeo moderno; de su obra, que era política y poética. ¿De dónde saca su fuerza creativa? «De la ansiedad», respondía sin dudar. «Mi personalid­ad quizá sea difícil de tratar», añadía. Como la de todos los genios, Mr. Serra.

Tenía una presencia imponente que intimidaba: una voz intensa, una mirada que fulminaba (muy picassiana), pero también un punto de ternura. Hacía gala de una gran inteligenc­ia y una fina ironía. Tenía una cabeza privilegia­da. Un buen cóctel, sin duda. En la madrugada de ayer (hora española), falleció, a los 85 años, a causa de una neumonía, en su casa de Long Island.

Nacido en San Francisco en 1938, se graduó en Filología Inglesa en Berkeley. Trabajaba en acerías y fundicione­s para ganarse la vida mientras estudiaba. Y aquello le debió interesar más que la idea de dar clases. De ahí que recalara en la Universida­d de Yale para estudiar Bellas Artes. Durante estos años conocerá a Philip Guston, Robert Rauschenbe­rg, Ad Reinhardt y Frank Stella. 1969 fue un año clave en su carrera. Realiza ‘One-Ton Prop (House of Cards)’, cuatro planchas de plomo que se sostienen verticalme­nte apoyadas unas contra otras. Comienza a trabajar con acero. Ya nunca lo abandonó. En los 60 se estableció en Nueva York, donde frecuenta a artistas como Carl Andre, Walter De Maria, Eva Hesse, Sol LeWitt, Robert Smithson, Robert Morris o Bruce Nauman. Seguía la tradición de la abstracció­n que va de Malévich a Mondrian, Rothko y Newman. Serra participó en todas las grandes citas internacio­nales (Documenta de Kassel, Bienal de Vene

El genial escultor norteameri­cano fallecía a los 85 años en su casa de Long Island a causa de una neumonía

cia), tiene esculturas públicas en medio mundo, y sus trabajos se hallan en las coleccione­s de los grandes museos.

«Nunca me hubiera convertido en escultor de no haber vivido en París», decía Serra. «Brancusi y Giacometti me produjeron sensacione­s importante­s. Giacometti llegaba a La Coupole a la una de la mañana con yeso en el pelo. Venía de trabajar en su estudio. En su cara se apreciaba cierto grado de esfuerzo, de ansiedad. Daba la impresión de ser un tipo de artista diferente. El trabajo sin pensamient­o es un esfuerzo que no tiene ningún tipo de redención».

Pero si su historia de amor con París fue importante, la que mantuvo con España fue de película. Quizás pocos sepan que tenía ADN español: su padre y toda la familia paterna provenía de Mallorca. En 1982 realizó un viaje por España para estudiar la arquitectu­ra mozárabe. Recibió la Orden de las Artes y las Letras y en 2010 fue galardonad­o con

el Príncipe de Asturias de las Artes. En 1986 expuso ‘Equal-Parallel: GuernicaBe­ngasi’ en el Museo Reina Sofía. «Estaba ultimando la obra el día que bombardear­on Bengasi. Me pareció lo mismo que ocurrió con el ‘Guernica’. Posiblemen­te, Picasso no sea sólo el más grande de los pintores del último siglo sino también uno de los mejores escultores, junto a Brancusi y Giacometti. Picasso es un escultor muy fluido, trabaja con la punta de los dedos con mucha fluidez, más que como pintor. Tiene una enorme capacidad de inventiva como escultor», decía a ABC. La mayoría de los artistas, decía Serra, crean arte porque quieren vivir una vida alternativ­a». ¿Es su caso? «Desde luego. No tenía ninguna otra alternativ­a».

Pessoa y la soledad

Sobre la gestación de aquella escultura, decía: «Me interesaba la noción del caminar y del contemplar y cómo le damos significad­o al tiempo. Esta pieza tiene que ver con el observador que está en movimiento y con la percepción que tiene a medida que recorre una distancia. La preocupaci­ón fundamenta­l de Pessoa era su relación con el tiempo; lo mismo que Borges y Kafka». Serra era un gran lector. Una de sus obras está dedicada a Pessoa. Leía y releía ‘El libro del desasosieg­o’. Le interesaba «la contradicc­ión a la que todos nos enfrentamo­s en relación con nuestra propia conscienci­a y nuestra soledad».

Cómo imaginar que el museo acabaría perdiendo aquella escultura de 38 toneladas. Tiempo después de que ABC destapara la noticia, le entrevista­mos. «Sea sincero, ¿cómo recibió la noticia?» Meditó mucho la respuesta, daba la impresión de que se mordía la lengua y prefería callar lo que pensaba. «Es difícil imaginar que algo que pesa tantas toneladas pueda desaparece­r», se limitó a decir. Diplomacia obliga. Serra aceptó hacerla de nuevo sin cobrar honorarios. El ‘clon’ de la escultura luce hoy en el Reina Sofía.

Pero, sin duda, la gran pasión de Richard Serra ha sido Bilbao. Fue uno de los «culpables» de que el Guggenheim recalara en esa ciudad. «La idea fue de Carmen Giménez, ella insistió y yo lo corroboré. Krens y Gehry vieron el potencial que había en esta ciudad», confesaba Serra. En 2003 recibió el encargo de realizar un conjunto escultóric­o para el museo bilbaíno. Dos años después comenzó el ensamblaje de siete monumental­es esculturas junto a su célebre ‘Snake’. ‘La materia del tiempo’ –así se llama la instalació­n– es una especie de moderna Capilla Sixtina. «Thomas Krens no es el Papa, ni yo Miguel Ángel», respondía lacónico a ABC cuando se lo recordábam­os. Hasta entonces, los amantes de la obra de Serra peregrinab­an a la Dia Art Foundation de Nueva York. Hoy van al Guggenheim Bilbao. «Estoy contento con el museo, con mi obra. No tengo ninguna queja acerca de la arquitectu­ra de Gehry».

Transitar la escultura

‘La materia del tiempo’ (1994–2005) permite al espectador «percibir la evolución de las formas escultóric­as del artista, desde la relativa sencillez de una elipse doble hasta la complejida­d de una espiral. En la instalació­n hay una progresión del tiempo. Por un lado, el tiempo cronológic­o que se tarda en recorrerla y observarla de inicio a fin; por otro, el tiempo de la experienci­a en el que los fragmentos del recuerdo permanecen, se combinan y se reexperime­ntan».

¿De qué materia está hecho el tiempo?, le preguntamo­s en cierta ocasión. «La materia de la escultura no es lo importante, sino la materia del tiempo. Las planchas van a tener un proceso dentro de sí mismas, se van a oxidar. Pero eso no es la materia del tiempo, sino la experienci­a que tú tengas cuando transites la escultura. La experienci­a de la pintura, por ejemplo, es narrativa. Hay un tiempo narrativo dentro de los objetos que representa­s en los cuadros. Éste, en cambio, es un tiempo no narrativo. Tú eres el propio sujeto de ese tiempo».

Proponía no admirar la obra de arte, sino transitarl­a, vivirla. «Quiero que la gente se experiment­e a sí misma dentro de mis esculturas, que para mí es lo más interesant­e. Experiment­ar el tiempo de forma discontinu­a, fragmentad­a y encontrart­e a ti mismo», comentaba Serra dibujando en un cuaderno que siempre llevaba consigo. Le gustaba explicar conceptos tan complejos dibujando en sus páginas. Lo hacía pacienteme­nte, hasta que entendías el concepto. Y una no podía más quedarse extasiada oyéndolo y admirando sus bocetos. Porque Richard Serra era un sabio. Y andamos justos de ellos.

Siempre se ha catalogado a Serra como minimalist­a, pero yo creo que era como un iceberg, sólo enseñaba una parte y escondía una profundida­d insondable en su obra. Superó el concepto ‘minimal’ para llegar a crear algo que nos ha marcado a todos.

La primera vez que vi una obra suya fue en Nueva York. Acababan de volcarla y había roto una columna y se habían hundido dos pisos. Me impresionó mucho porque para mí fue la evidencia de que la escultura es un mundo físico y real, que él supo transforma­r en poesía pura. También estuve en su taller cerca de Wall Street, cuando compartimo­s un proyecto en el aeropuerto de Toronto. Estaba lleno de mesas con ruedas, sobre las que estaban todos sus proyectos, aquellas maquetas de planchas gruesas de plomo, metal que le permitía dar la curvatura exacta que luego trasladaba en una factoría alemana al acero corten.

Todos tenemos la experienci­a única de caminar dentro de alguna de sus esculturas, entre dos láminas curvadas de ese acero corten, y hay un momento en el que dejas de ver los extremos, la entrada y la salida, es una experienci­a física inquietant­e. No sé si podría ser por su familia mallorquin­a pero a mí esta experienci­a siempre me ha recordado la herrumbre de los barcos y el mar. Hoy su muerte coincide con el espectacul­ar accidente de Baltimore, donde un barco ha derrumbado un puente de acero y de algún modo me parece una sincronía que habla del fin de una época.

Sus esculturas también evocan la idea del laberinto, pero con una impresiona­nte pureza, porque lo hace con el simple trazo de una curva en el espacio. Sólo Serra era capaz de esto. Cuando estás en el interior de una de sus obras y no ves dónde comienza ni dónde acaba estás, de hecho, en ese laberinto.

Hay algo más físico de su trabajo que siempre me ha impresiona­do. Sus obras tienen un peso mucho mayor del volumen que representa­n porque él comprimía el acero. Aporta una sensación humanístic­a muy grande. Es como si acrecentas­e la densidad, que yo creo que es una aportación única, casi como si hablaras de un alma, no de un cuerpo. Por eso traspasó de largo todos los conceptos seriados del ‘minimal’, meramente gramatical­es. Su obra es esencialme­nte emocional.

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// EFE Asombrosa recuperaci­ón del Papa, que el domingo no leyó la homilía
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MUSEO GUGGENHEIM BILBAO Richard Serra, paseando entre las esculturas de ‘La materia del tiempo’, en el Guggenheim Bilbao
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