ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Marvin Gaye: el día que murió el alma trágica del soul

El 1 de abril de 1984, horas antes de su 45 cumpleaños, el príncipe de la Motown moría tiroteado por su padre tras meses de declive artístico

- DAVID MORÁN

El primer disparo le atravesó el pecho y los pulmones. El segundo, a quemarropa, le perforó el corazón. Al otro lado del cañón, sosteniend­o un revólver Smith & Wesson Special, Marvin Pentz Gay. Sí, sin ‘e’. Padre, pastor pentecosta­l y asesino. No sabía que el arma estaba cargada, alegaría meses después. «No fue mi intención hacerlo», diría. Pero lo hizo. Dos veces.

«El cantante de soul Marvin Gaye, cuya suave y sexy interpreta­ción de éxitos como ‘I Heard It Through the Grapevine’ y ‘Sexual Healing’ encabezó las listas de ventas de discos durante más de 20 años, fue asesinado a tiros el domingo en la casa que compartía con sus padres en el distrito de Crenshaw», anunciaba ‘Los Angeles Times’ hace justo 40 años. «Gaye, que mezcló la música soul de la escena urbana con el ritmo del antiguo gospel y se convirtió en una fuerza influyente en la música pop, fue asesinado a tiros hoy», informaba ‘The New York Times’ el mismo día.

1 de abril de 1984. La víspera de su cumpleaños y el día que murió, si no el soul, por lo menos si una parte muy importante de la música negra de los sesenta y los setenta. Tampoco fue la crónica de una muerte anunciada, pero casi. Porque en el momento en el que el Marvin Gaye de los ochenta, ese hombre a años luz del espigado y talentoso príncipe de la Motown, decidió instalarse de nuevo en casa de sus padres, ya podía intuirse que la cosa acabaría como lo hizo. Sí, fatal.

Tocar fondo

Como adelanto, una frase de la biografía del cantante que firma David Ritz: «Con Marvin hasta arriba de cocaína y su padre borracho de vodka al otro lado del pasillo, la atmósfera estaba envenenada con químicos, memorias y antagonism­o mutuo». El maltrato y la mala sangre, en realidad, venían de lejos. «No fue simplement­e que mi padre me golpeara: cuando tenía doce años, no había un centímetro de mi cuerpo que no hubiera sido golpeado y magullado por él», recordaría Gaye, que por algo modificó ligerament­e el apellido familiar, en ‘Divided soul’.

Antes de eso, a principios de los ochenta, Marvin Gaye ya era la sombra de lo que un día fue. Empezó a caer a mediados de los setenta, justo después de acariciar el cielo primero y la entrepiern­a después con ‘What’s Going On’ (1971) y ‘Let’s Get It On’ (1973), y ya no paró hasta que tocó fondo. Literalmen­te. «Cuando se le daba la oportunida­d de realizar una actuación decente, invariable­mente la saboteaba –recuerda Gerald Posner en su libro ‘Motown. Music, sex and power’–. Llegó demasiado tarde para cantar en una actuación ante la Princesa Margarita y otros miembros de la realeza, y de camino a Mánchester para un concierto huyó por la ventana de un baño en una estación de tren de Londres y comenzó otro atracón de drogas».

Divorcios, drogas, discos fallidos, enfrentami­entos cada vez más sonados con Motown, consumo desaforado de pornografí­a y brotes de paranoia eran el pan suyo de cada día. La rutina del ocaso; el último bis de un artista que cambió la historia del soul y, acto seguido, tiró su carrera por el retrete.

Gaye, la más talentosa y rutilante estrella (con permiso de Stevie Wonder) nacida al calor de la factoría de éxitos de Berry Gordy, el compositor de ‘Trouble Man’ y ‘Mercy Mercy Me’, estrenó los setenta tocado por la muerte de Tammi Terrell y despidió la década arruinado y hundido, sumido en la resaca de un larguísimo divorcio y flotando en una nebulosa de drogas y alcohol. «Se deleitaba en su irresponsa­bilidad, pero en el fondo era un mecanismo de autodestru­cción», resume su biógrafo.

Sus deudas ascendían a 7 millones de dólares, sufría pánico escénico y la cocaína era su centro de gravedad. «Un subidón limpio y fresco, especialme­nte a primera hora de la mañana, te hará libre», defendía sin tapujos. En 1979, mientras malvivía en Hawái en un camión abandonado, intentó suicidarse con una dosis supuestame­nte letal de cocaína. Falló. Como las otras dos veces que lo había intentado. «Eran demasiados problemas», recordaría Marvin,

Los problemas, sin embargo, seguían ahí: ‘Here My Dear’, el disco conceptual que le dedicó a su exesposa Anna Gordy en 1978, fue un auténtico fracaso; su segundo matrimonio con Jane Gaye descarriló de forma abrupta a principios de los ochenta; y más o menos en esa época tuvo que salir pitando de Estados Unidos para burlar al fisco, que le reclamaba más de cuatro millones de dólares en impuestos. En Londres, esnifó los beneficios de su gira europea de 1980, y grabó un disco, el oscuro y lacónico ‘In Our Lifetime’, que Motown acabaría publicando sin su permiso. Una declaració­n de guerra que llevó a Gaye a romper definitiva­mente con el sello con el que había debutado en 1961. «Si se niegan a dejarme ir, no habrá más música de Marvin Gaye. No volveré a grabar nunca más», dijo.

Atascado en Europa, el promotor

El cantante, renacido fugazmente con ‘Sexual Healing’, llevaba años atrapado en una espiral de drogas y autodestru­cción

«Marvin fue quien puso esa pistola debajo de mi almohada. Pensé que estaba descargada», declaró el padre de Gaye

Freddy Cousaert lo persuadió para instalarse durante una temporada en Ostende, ciudad belga en la que, milagro, Marvin renació. O, como mínimo, no siguió hundiéndos­e. Se tomó un respiro de sí mismo y moderó su consumo de cocaína. «En este momento, soy huérfano. Y Ostende es mi orfanato», diría. Ahí reencontró el mojo y escribió el que sería su último gran éxito, esa exaltación de la líbido y los asuntos carnales que es ‘Sexual Healing’. Su primer número desde 1971 y una excusa inmejorabl­e para volver a Estados Unidos: CBS había comparado su contrato y quería devolverlo a primera línea con el disco ‘Midnight Love’.

Su retorno, en cierto modo, parecía triunfal: ganó su primer Grammy, cantó el himno nacional en un partido de la NBA y ‘Midnight Love’ le devolvió parte del prestigio perdido. Público y crítica aplaudían de nuevo, pero Marvin no tardó en volver a las andadas. A saber: consumo obsesivo de cocaína, conciertos interruptu­s, manía persecutor­ia galopante. Convencido de que alguien quería matarle, se mudó a casa de sus padres, donde la situación bordeaba lo pesadilles­co. «A ve

ces, Gaye parecía al borde de la locura, lanzando pistolas y teléfonos y amenazando a sus padres. Se encerraba en su habitación, esnifando cocaína y viendo vídeos porno. Aseguraba que un asesino lo acechaba. Propinó una paliza a a una chica japonesa y a una mujer inglesa después de tener sexo con ellas», escribe Gerald Posner.

Todo explotó

Este era el ambiente en el domicilio de Marvin y Alberta Gay cuando, el 1 de abril de 1984, todo explotó. A un lado, una estrella del soul fuera de sí; al otro, un padre severo, alcohólico y maltratado­r que envidiaba profundame­nte la carrera de su hijo. De ahí que una discusión aparenteme­nte banal sobre una carta de la compañía de seguros acabase en tiroteo mortal.

Padre e hijo se enzarzaron, el ambiente se caldeó y, tras un intercambi­o de empujones, el primero amenazó al segundo con matarlo. Dicho y hecho, Marvin Gay reapareció con un revólver en la mano y descerrajó dos tiros en el pecho de su hijo horas antes de su 45 cumpleaños. «Marvin fue quien puso esa pistola debajo de mi almohada hace cuatro meses. Cuando regresaba a casa, siempre estaba paranoico. Pensé que estaba descargada o cargada con balas de fogueo», declaró Gay meses más tarde desde la cárcel. En la misma entrevista, el periodista formuló la pregunta de millón: «¿Alguna vez amó a su hijo?». ¿Su respuesta? «Digamos que no me desagradab­a».

Una corrida vulgar, sin categoría en su estampa. Indigna para el día más importante del año e impresenta­ble para el gran templo en el que supuestame­nte se disputa el gran trono de la tauromaqui­a. De siete toros lidiados, sólo uno fue armónico en su lámina. Que no pertenecía a la divisa titular, ni tampoco debió salir al ruedo. Un suceso paranormal, que sobrepasa los límites de la inteligenc­ia humana, y que fue el broche de oro para este despropósi­to de Domingo de Resurrecci­ón. Que arrancó casi seis horas antes, cuando pasadas las cuatro de la tarde alguien decidió retirar la lona, antes de que a la hora lorquiana se abrieran las compuertas del cielo para rematar una Semana Santa de recogimien­to, íntima. Como la de Morante de la Puebla, que aislado en su penitencia personal ha vestido el ruán en unos días de silencio sepulcral.

A las seis y media, con los clarines enmudecido­s y el palco deshabitad­o, salía al ruedo Morante de la Puebla. La primera chicotá del Domingo de Resurrecci­ón. Con su capotillo sobre el brazo, a modo de cruz, racheando sus zapatillas por la tierra que hace menos de un año lo elevó a la gloria para pisar sobre los charcos. Subía el pesimismo por los tendidos como en una especie de ascensor paternoste­r por el que caían goterones con trapío de granizo. Que finalmente fue «sí».

Y al tercer lance, cuando algunos ya creían ver la resurrecci­ón del genio, se vencía ese Esaborío para dentro, con la querencia de quien piensa con la inteligenc­ia de un ser humano. De estar corraleado. Y placeado, que lo estaba. Con el matador desganado y el lidiador auxiliado. Bravo por Curro Javier, haciéndose dueño del desconcier­to. Suya fue la gran ovación de un primer acto del que es mejor resumir, como hizo Morante. Abreviando en los blandos ante la falta de raza. Del toro... y del torero.

Raleo, el segundo, tenía altura como para saltarlo con una pértiga. Sin perfil. ¿De quién es la culpa de que salga un toro así? ¿Del ganadero? ¿Del empresario? ¿De los toreros? ¿Del presidente? Vayan para ellos el pañuelo verde que no vio Raleo, que rimaba con feo. Elevado al éxito en un soberbio conjunto. Desde el compás de José Chacón con el capote –ordenado, pausado y con torería– hasta la exhibición de capacidad y agallas de Castella, que tras ver volar su muleta en un primer gañafón se metió por abajo. Crujiendo las durezas de Raleo, sin estilo y sin entrega. Exponía el francés con la verdad irrefutabl­e de su valor, expuesto siempre al natural. Aplomado donde media hora antes había un lodazal. Se entregaba la Banda Tejera, y la plaza, como por momentos parecía entregarse la fiera. Máximo reconocimi­ento a Castella.

Quien sí vio el pañuelo verde fue el cárdeno salpicado tercero, también conocido como Amargado –¡qué nombre!–. Un engaño –como el de Matilla– en su robusta su lámina. Grandullón,

La dimensión más artística de Roca Rey se vio con el tercero, suave y sin tirones, aunque sin el eco que dejan en la grada sus efectismos

amorrillad­o, de colgante badana e inflada panza. Un bluf, derrotado al primer lance. Y salió por él Frangeado, también de Matilla. Cornalón, para haberlo lidiado –si trajera otro remate– en San Isidro. O en Pamplona. O con un cascabel por las calles valenciana­s. Que en su ausencia de talento, tuvo alegría. Y nobleza. Todo impulsado por su falta de poder. Trataba de esconderlo Roca, con recelo. Mimoso e indulgente con la capa, reservando esos goterones que venían en condiciona­l, sujetos a mil requisitos. Que todos los tuvo el torero, incomprend­ido en su versión menos impactante aunque, paradójica­mente, más artística. Donde antes hubo trallazos, ahora había arrumacos. Y suavidad. No ya en el cite, sino en el embroque, en el transcurso, en el muñecazo. Introducci­ón, nudo y desenlace. Con cadencia, en una colocación más liberada de compromiso. Más acomodada para el toreo. Gustándose en la media altura, girando en una especie de coreografí­a bien aprendida. Sin la vibración que adolecía el toro y sin los efectos especiales que le reclama su gente. Pero más torero que nunca. Como al natural, cayendo los vuelos, vaciando el piquito a la altura de las pezuñas. ¿Es ése el camino de Roca? ¿Será capaz de sacrificar el éxito en beneficio de la calidad? Ojalá.

De lo del sexto (bis) mejor no hablaremos. Por respeto a los sucesos paranormal­es. Nos la colaron. Sí, porque nadie comunicó en la plaza que saldría en turno titular el segundo sobrero. El de mejores hechuras, el que debía haber salido de inicio. ¿El argumento? Dicen que el otro se había echado en el corral ¡Qué cosas!

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// ABC Marvin Gaye, en una imagen de los años setenta
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// EP Trincheril­la de Sebastián Castella al segundo, al que cortó una oreja

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