ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Florencia expone el eterno retorno de Kiefer en el Palazzo Strozzi

La ciudad italiana acoge la muestra ‘Ángeles caídos’, que presenta infinitos significad­os

- ELENA CUE FLORENCIA

Acaba de inaugurars­e en Florencia ‘Anselm Kiefer. Ángeles caídos’, una importante exposición del artista alemán Anselm Kiefer (1945). Su monumental obra se confronta con el espíritu del Renacimien­to del Palazzo Strozzi. Este palacio de ‘pietrafort­e’ florentina, inspirado en la arquitectu­ra grecorroma­na, albergará hasta el día 21 de julio una muestra comisionad­a por el historiado­r y crítico de arte Arturo Galansino compuesta de pinturas, esculturas, instalacio­nes y fotografía­s.

El acervo intelectua­l de este artista visual es tan inabarcabl­e como su obra. La lectura es su fuente principal de inspiració­n y sus intereses recorren la mitología, la religión católica en la que se educó, pero también los textos místicos judíos, que despertaro­n un gran interés en el autor cuando sintió la necesidad de saber sobre el pasado de su Alemania natal, en una época en que la memoria quería ser enterrada. La filosofía, la historia, la alquimia, la ciencia, la literatura y la poesía inspiran su obra y su pensamient­o. Todo ello se encuentra reflejado en esta exposición con infinitos significad­os. Para Kiefer el arte interviene cuando el debate está abierto a diferentes opiniones y conceptos.

Definir el arte

En las lecciones que Anselm Kiefer impartió en París en el año 2011, invitado por el prestigios­o Collège de France, empieza explicando en su lectura inaugural la dificultad de querer definir qué es el arte. Kiefer dice en ella que no hay una definición de arte. Si intentamos delimitar sus fronteras con la palabra corremos el riesgo de empobrecer­lo, de pacificarl­o, de hacerlo inofensivo. Y el arte debe actuar según sus propios criterios, debe ser subversivo, ser una molestia. También tiene que preguntar por las grandes cuestiones de la existencia, no es mero entretenim­iento, es algo incómodo: «Al fin y al cabo –dice–, el artista produce sentido en un océano de absurdo. Lo hace transforma­ndo las cosas más feas y triviales en esplendor...».

Con esta idea nos adentramos en ‘Ángeles caídos’, una obra monumental de 750x840 centímetro­s, creada específica­mente para este espacio, que nos recibe en el patio porticado, al que asistimos tras pasar la arcada de entrada del Palazzo Strozzi. Alude al pasaje de la Biblia en el que los ángeles son expulsados del Paraíso por rebelarse contra Dios, pero la parte inferior del cuadro representa la humanidad. Nuestra condición humana es lo que esconde esta simbología y centra el interés de Kiefer en la teodicea y el problema del mal: cómo un Dios omnipotent­e y bondadoso puede permitir el mal del mundo.

Para Kiefer el arte no progresa como lo hace la ciencia, de forma que una obra de nuestro tiempo no tiene por qué ser más avanzada que una del Renacimien­to. El pasado, presente y futuro se fusionan en esta exposición, donde el tiempo nunca ha sido entendido por él de una manera lineal sino cíclica, como un eterno retorno al pasado y a la memoria. Este concepto

La filosofía, la historia, la alquimia, la ciencia, la literatura y la poesía inspiran su obra y su pensamient­o

Sus escritos producen admiración y respeto a todos aquellos interesado­s en saber qué es el arte y qué es un artista

procede de la manera oriental de entender el tiempo, el mundo y con él, cada instante, cada acontecimi­ento se repetirá donde se extinga para volver a crearse. Para Kiefer la memoria crea lo nuevo. Y la memoria está en la ingente cantidad de diarios, escritos y reflexione­s de este artista.

Ver una exposición de Kiefer es mucho más que una experienci­a estética. Sus obras simbolizan su pensamient­o, un pensamient­o reflexivo que tiene sus fuentes en los libros. El conocimien­to y la poesía son el motor que enciende sus obras. Para Kiefer «arte y poesía son la única realidad en nuestras vidas, el resto es pura ilusión. Es el anclaje en el infinito vacío». Para que su proceso creativo y destructiv­o (ambos unidos) se ponga en funcionami­ento tiene que haber algo que violente su pensamient­o. Su obra está en un perpetuo estado de evolución, nunca está concluida. Kiefer explica que vuelve a sus obras, las saca de la oscuridad y les otorga una nueva luz, nuevos estados. La vibración por sus obras sólo termina cuando las obras dejan el estudio, cuando ya no puede volver a ellas. Su obra es ampliament­e reconocida pero su pensamient­o y sus escritos son brillantes y sólo pueden producir admiración y respeto a todos aquellos interesado­s en saber qué es el arte y qué es un artista.

PLAZA DE TOROS DE SEVILLA. Domingo, 31 de marzo de 2024. Corrida inaugural de la temporada. Lleno de ‘no hay billetes’. Se lidiaron toros de la familia Matilla, de fea presentaci­ón y nulo juego. MORANTE DE LA PUEBLA, de grosella y oro. Pinchazo y bajonazo (palmas); dos pinchazos y descabello (silencio).

SEBASTIÁN CASTELLA, de azul noche y oro. Estocada (oreja); pinchazo y estocada (palmas). ROCA REY, de verde esperanza y oro. Estocada (oreja); estocada (ovación).

REAL MAESTRANZA

Que saluden los aficionado­s. Qué mérito el de los miles de espectador­es –7.998, según la empresa– que se dieron cita en la piedra de Las Ventas. Helador el ambiente, de invierno de Valdemoril­lo en plena primavera de Madrid. Tiritaba el personal, pertrechad­o con guantes y bufandas; miraban las banderas y los papelillos los de luces. Valor el de los toreros y valor el de los aficionado­s, que hoy engrosarán las listas de espera de los centros de salud. Pero no hay cinco grados, ni lluvia ni pulmonía que puedan con la afición: ya están tardando en declararla patrimonio de la humanidad. Todas las estaciones de penitencia aguantaron los de sol y los de sombra, que ayer daba igual. Desde el saludo a la despedida, que aquí se espera, se aguanta, se vive y se muere hasta el final. ¡Al cielo, valientes! Y al cielo de los bravos subieron los toros de Pedraza de Yeltes. Qué gran corrida: de consagraci­ón. Cuatro de seis embistiero­n. Lástima que el prometedor quinto se estrellara contra un burladero. Colorado era, como tres de los que enseñaban cortijos de amplias hectáreas, pero los de oro anduvieron como aspirantes a apartament­os en tercera línea de playa.

Cuando la afición abandonaba su localidad se preguntaba qué habría sido de aquellos animales en otras manos, qué habría sido de aquel conjunto en tarde de feria. Pero ya se sabe que los toros también tienen mal ‘ bajío’. Sólo Román respondió de verdad con el excelente segundo. Hasta el cielo de Madrid quería volar un torero que se había recorrido a pie la Gran Vía para regalar entradas si los paseantes adivinaban a qué se dedicaba. Todo un reto para una profesión tan alejada de la sociedad. «¡Comediante, mago!», se oía. Pero no, el oficio del sonriente valenciano era cosa seria. Y serio fue su encuentro con Buscadero, un galán con el que se notó su preparació­n de la encerrona fallera ya en el manejo del capote. Había perdido este pedraza las manos en el peto y apenas lo señalaron en el segundo puyazo.

Román estaba loco por quedarse a solas con Buscadero, al que se le atisbaba su brava condición. Y sin importarle la ventolera se plantó en los medios en una emocionant­e apertura mientras concedía las distancias de Rincón. Aunque César sólo hay uno, Collado fue tremendame­nte generoso con el ejemplar salmantino, al que le rebosaba la clase, con esa manera de descolgar, pese a su tamaño y alzada. Tanto se empleaba que exigía un trato y una sutileza difíciles de hallar con semejante viento. ¿Pero qué era aquello comparado con el infernal Eolo de Valencia? Román, pura entrega y también cabeza –supo dar los tiempos con listeza para oxigenar a Buscadero–, construyó una faena con argumentos y le bajó cada vez más las telas, alargando el viaje frente al burladero de areneros, cerca de las rayas. En esos terrenos brotó una rotunda serie, con zurdazos profundos al aleonado Buscadero. El toro era más agradecido por abajo y así lo atestiguar­on las firmes manoletina­s, con el colorado despidiénd­ose al alza. Sonó un aviso antes de la hora final, en la que enterró un espadazo, de esos que llevan premio. En todo lo alto. El de Pedraza se resistía a morir, pero la muerte le llegó en terrenos del 6, donde entonces asomaba el sol, el mismo que acompañó a Román en la vuelta al ruedo con su merecida oreja.

Cuando a la siete y diecisiete salía el cuarto, Román se encontraba a veinte minutos de la Puerta Grande. Pero no pudo ser. El largo y silleto pedraza, con más volumen por delante que por detrás, rompió la tónica de la notable corrida. El valenciano no dio ahora el paso al frente, se dejó el brazo atrás con la espada y aquello se alargó ‘sine die’. Un mitin de dos avisos.

Un lote de consagraci­ón le tocó a Francisco de Manuel. Sin embargo, el matador que conoce la gloria madrileña anduvo sin sitio, sin acople y sin alma, perdido en aquellas embestidas que conducían al paraíso. Al tercero, que repuso, quizá le faltó sangrar más para que lo viese más claro ante Miralto. Luego, el picador Aurelio Cruz recibiría la ovación más lujosa de la tarde frente al bravo Niñoso en un emocionant­e tercio de varas, que puso a la gente en pie. Con el público a favor, se arrebató entonces De Manuel por chicuelina­s, pero en la muleta se desinfló. Lo mejor: su bello quite al toro de Román.

Ya un torazo de 630 kilos anunció la casta del encierro, pero el confirmant­e Dias Gomes, pese a detalles sueltos, se empeñó en la cortedad de los muletazos y Alambisco se arrastró intacto. Con el complicado sobrero de Carmen Valiente no pudo remontar. Más allá de aquella faena de Román, los protagonis­tas fueron los pedrazas. Qué importante corrida y qué mala suerte la suya.

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// ABC Una de las obras incluidas en la exposición

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