ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)

Antonio Pérez Henares y el último enigma del ‘Cantar de mio Cid’

El escritor publica ‘El juglar’, una novela que recorre tres siglos de la Edad Media hispana

- MANUEL P. VILLATORO MADRID

La duda no existe en Antonio Pérez Henares, Chani para los amigos, al recorrer con la mente las tierras de Castilla y León. El periodista casi suspira con la mirada al evocar parajes como San Pedro de Cardeña, la sierra de Miedes o el municipio de Gormaz. Como buen cazador que es, apunta, dispara y los enumera cual lista de reyes godos: ‘pam, pam, pam’. Y, sobre las columnas de ese conocimien­to, sostiene que el ‘Cantar de mio Cid’, columna vertebral de nuestra literatura, esconde una curiosa autoría: «Hay partes que tuvieron que ser escritas por alguien que lo vivió. El primer libro es de una exactitud topográfic­a intachable. Si eres de la zona, puedes recorrer el trayecto que hizo Rodrigo Díaz de Vivar con su mesnada».

Habla con conocimien­to de causa; normal, pues se ha pateado la zona Cantar en mano. Desde el corazón de su hogar, un despacho a rebosar de libros y recuerdos de sus mil viajes –¡hachas y cerbatanas, diantre!–, Pérez Henares sostiene que, como la autoría es todavía una incógnita con mayúsculas, ha decidido plasmar sus pulsiones sobre el tema en su última novela: ‘El juglar’ (Harper Collins). Porque sí, para este escritor, es posible que tres generacion­es de juglares moldearan las peripecias del Cid a lo largo de las décadas. Eso y que, a la postre, fuese un único personaje, con nombre y apellidos, quien «refundió todo en un único poema».

Como le sucede con Guadalajar­a, Pérez Henares se conoce al dedillo el Cantar. Sabe que el manuscrito más antiguo que se conserva es del siglo XIV, y sabe también que es una copia de otra firmada por un tal Per Abbat en 1207. La tradición ha considerad­o a este personaje un mero copista. Sin embargo, nuestro entrevista­do no está del todo de acuerdo: «No fue solo el compilador. Refundió todo el poema. Le doy un grado más de autoría sin decir que fue el autor primigenio». La conclusión es que encajó las diferentes piezas y le dio estilo a la sinfonía, aunque con notas de otros tantos músicos. «Ramón Menéndez Pidal, en sus estudios, hablaba ya de esa teoría de la coralidad», afirma.

Alfonso VIII de Castilla y Sancho VII de Navarra, ambos presentes en las Navas de Tolosa, eran tataraniet­os del Cid

Nuevas visiones

A partir de esta mascarón de proa, la novela se adentra en mil y un temas, cada uno con jugosas novedades. Pérez Henares analiza en profundida­d, por ejemplo, el árbol genealógic­o del Cid. Y trae como resultado novedades olvidadas al fondo del cajón: «Dos de sus tataraniet­os participar­on en la batalla de las Navas de Tolosa». Se hace el silencio, aguardamos ansiosos el redoble. «Fueron Alfonso VIII de Castilla y Sancho VII el Fuerte de Navarra». Los líos de faldas que explican el parentesco se los dejamos a la obra; sería demasiado ‘espoiler’. Y hasta se atreve a regalarnos una sospecha: «Veo posible que Rodrigo y Minaya fueran hermanastr­os».

Y siguen las novedades; esas que aporta un viajero implacable. Al otro lado del escritorio, Pérez Henares pone un nombre sobre la mesa: el monasterio de Santa María de la Huerta. En sus palabras, las crónicas y datos demuestran que «todo aquel que tuvo algo que ver con el Cid» se relacionó con este edificio de una u otra manera. Vaya por delante el ejemplo más destacado: fue el primer enclave en el que se leyó el Cantar. «Fue en el centenario de la muerte de Rodrigo, en el 1199, y a la ceremonia asistió Alfonso VIII», explica. Por si fuera poco, allí están enterrados una de sus bisnietas y Rodrigo Jiménez de Rada, arzobispo de Toledo y artífice de la victoria de las Navas. «Esto demuestra que es un elemento fundamenta­l de la historia de España», completa.

Pero no todo el ‘El juglar’ es Campeador. El libro hace honor a su título y se adentra también en estos personajes; héroes desconocid­os que, a pesar de no saber leer ni escribir en muchas ocasiones, recitaban las gestas de memoria. «Eran los cronistas de la época, los periodista­s que llevaban las noticias de un lado a otro. Y lo hacían para la gente», desvela Pérez Henares. Su contrapart­ida eran los trovadores. «Estos últimos hacían una redondilla y la firmaban, pero la realidad es que lo que ha trascendid­o, lo que ha marcado nuestras identidade­s nacionales, son obras sin firma», completa. El ejemplo más claro, dice, es el mismísimo Cantar: «La gran poesía de la época era anónima y estaba también en castillos y palacios».

Desde los ojos de estos juglares, Pérez Henares pone también luz sobre una era que cree maltratada. «He querido trazar un paisaje medieval que tiene muy poco que ver con los referentes continuos que tenemos. No fue una época siniestra; fue una era cargada de luz, vida y música, mucha música», sostiene. Las páginas de ‘El juglar’, basadas en documentos de época, lo demuestran: «Había grandes desfiles con animales e instrument­os; la ropa de las reinas estaba llena de colores llamativos...».

Aunque de poco importan los temas que tratemos durante la entrevista: monarcas, reinos peninsular­es... Todos los caminos conducen al Cantar. Para empezar, por haberse convertido en el único poema épico conservado casi en su totalidad. «Es la piedra angular de la literatura castellana. Antes, las novelas eran grandes poemas que narraban una historia», insiste Pérez Henares. Y continúa fuerte: «No creo que haya habido nada más influyente, por eso me parece una estupidez que se le quiera desprestig­iar». Nadie, mantiene, debería retorcer el pasado en favor de una y otra bancada política. Y qué mejor cita para despedirno­s.

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// TANIA SIEIRA Antonio Pérez Henares, en su casa, durante la entrevista

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