ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
Máximo demográfico de la humanidad FERGUSON
«La mayoría de los expertos se esfuerzan por entender que, cuando la población humana empiece a descender, no lo hará gradualmente, sino de forma tan brusca como en su día creció. El problema es que este descenso precipitado llegará con un siglo de retras
POR NIALL
ANTES imaginábamos a la humanidad poblando el universo. En la novela de Isaac Asimov ‘Fundación’ (1952), la humanidad había establecido en el año 47.000 un vasto imperio multiplanetario. «Había casi veinticinco millones de planetas habitados en la galaxia», escribía Asimov. «La población de Trantor... superaba con creces los 40.000 millones». Cuando Asimov nació, en 1920, la población mundial rondaba los 1.900 millones. Cuando publicó ‘Fundación’, era de 2.640 millones. A su muerte, en 1992, era de 5.500. Teniendo en cuenta que apenas había 500 millones de seres humanos cuando Colón desembarcó en el Nuevo Mundo, la proliferación de la especie ‘Homo sapiens’ en la era moderna ha sido una hazaña asombrosa.
No es de extrañar que algunos miembros de la generación de Asimov temieran la superpoblación y se preocuparan por un inminente desastre maltusiano. Esto dio pie a todo tipo de iniciativas para fomentar la anticoncepción y el aborto, como se describe en el libro de Matt Connelly ‘Error fatal: la lucha por controlar la población mundial’ (2008). Entre ellas estaba la política china del hijo único, la intervención gubernamental más severa jamás realizada en el comportamiento reproductivo humano.
A primera vista, estos esfuerzos fueron un completo fracaso. Notestein, el demógrafo que se convirtió en director fundador de la División de Población de Naciones Unidas (UNPD), calculaba en 1945 que la población mundial alcanzaría los 3.300 millones en 2000. De hecho, sobrepasó los 6.100 millones. Hoy se calcula que supera los 8.000. Pero parece un escenario de baja probabilidad. El Centro de Expertos en Población y Migración de la Comisión Europea prevé que la población mundial alcanzará un nivel máximo de 9.800 millones en la década de 2070. La idea clave es ‘nivel máximo’. Casi todos los demógrafos consideran ahora que es probable que alcancemos el nivel máximo de la humanidad en este siglo. Ello se debe a que, en todo el mundo, la tasa global de fecundidad (TGF) –el número de hijos vivos que tiene una mujer media a lo largo de su vida– lleva descendiendo desde la década de 1970. Este desplome de la fecundidad es la tendencia más notable de nuestra era.
Nuestra especie no ha terminado de multiplicarse. Pero, citando al UNPD, más de la mitad del aumento previsto de la población mundial entre 2022 y 2050 se concentrará en sólo ocho países: República Democrática del Congo, Egipto, Etiopía, India, Nigeria, Pakistán, Filipinas y Tanzania. ¿Cuáles son las causas del gran descenso de la fecundidad? Una teoría, según un artículo publicado en 2006 por Lutz, Skirbekk y Testa, es que «las sociedades ascienden en la jerarquía de necesidades desde la supervivencia física hasta la autorrealización emocional, y al hacerlo, la crianza de los hijos queda relegada a un segundo plano porque las personas persiguen otros objetivos más individualistas. Otra interpretación atribuye el control a las mujeres, y subraya que la fertilidad cae a medida que aumentan la educación y el empleo femeninos. Otra forma de ver el problema es que la revolución industrial redujo la importancia de los niños como fuente de mano de obra no cualificada. Otras posibles explicaciones son «el estrés y el ajetreo de la vida moderna». Otro factor clave del descenso de la fecundidad ha sido la disminución de la religiosidad. Si utilizamos datos de la Encuesta Mundial de Valores, podemos identificar una clara correlación entre el aumento de la laicidad y la reducción del tamaño de las familias.
Hace medio siglo, nos preocupaba la explosión demográfica. Ahora que podemos ver el ‘nivel máximo de la humanidad’ durante la vida de nuestros hijos (posiblemente en la década de 2060), ¿por qué no respira con alivio todo el mundo? Se me ocurren tres razones. En primer lugar, los países avanzados que ya tienen una población en declive encuentran las consecuencias de la restricción de la fertilidad bastante sombrías: bajo crecimiento económico, escuelas vacías, residencias de ancianos abarrotadas, una falta general de vitalidad juvenil.
En segundo lugar, como el descenso de la fertilidad llegó más tarde a Oriente Próximo y el Norte de África y apenas ha comenzado en el África subsahariana, estamos asistiendo a un cambio drástico en el equilibrio demográfico mundial a favor de las personas con una pigmentación más oscura –como escocés casado con una somalí, aporto mi granito de arena a esta tendencia–, muchas de ellas musulmanas.
En tercer lugar, los pueblos con mayor fertilidad viven en su mayoría en lugares pobres que el cambio climático y los conflictos armados hacen aún menos atractivos. Por eso se desplazan si pueden hacia Europa o a EE.UU. o, en buena medida, se involucran en actividades violentas (delincuencia o terrorismo) cuando no pueden escapar.
Todo ello aumenta la probabilidad de que en el mundo desarrollado haya políticas de derechas (los mayores votan por esto y superan en número a los jóvenes), más conflictos (las fronteras no pueden defenderse seriamente sin, al menos, la amenaza de violencia), una propagación más rápida de agentes patógenos infecciosos y ningún intento eficaz de abordar el problema del clima. Sin embargo, la inmigración sigue pareciendo a las élites norteamericanas y europeas la solución más sencilla al problema del descenso de la fecundidad. Por eso, en los países de renta alta, entre 2000 y 2020, la contribución de la migración internacional neta al crecimiento demográfico fue superior a la diferencia entre nacimientos y defunciones.
Al contemplar estos y otros escenarios, la mayoría de los expertos se esfuerzan por entender que, cuando la población humana empiece a descender, no lo hará gradualmente, sino de forma casi tan brusca como en su día creció. El problema es que este descenso precipitado llegará con un siglo de retraso para evitar las desastrosas consecuencias del cambio climático que muchos temen hoy en día, y que son otra razón por la que la gente huirá de África, y otra razón por la que los jóvenes en Europa dicen que tendrán pocos hijos o ninguno.
La ciencia ficción adecuada para leer no es, por tanto, la de Asimov. Hay que empezar más bien por ‘El último hombre’ (1826), de Mary Shelley, en la que una nueva peste negra acaba con toda la humanidad excepto con un triste espécimen. Y luego seguir con ‘Oryx y Crake’ (2003), de Margaret Atwood, en la que el confundido «hombre de las nieves» es uno de los pocos supervivientes de un mundo devastado por el calentamiento global, la ingeniería genética imprudente y un desastroso intento de reducción de la población que desembocó en una pandemia mundial.
Para quienes, como Elon Musk, aún sueñan con construir el imperio galáctico de Asimov, estas visiones de la extinción humana son difíciles de digerir. Él y otros nadan a contracorriente, engendrando cinco o seis veces más descendencia que el varón medio. Pero lo cierto es que una TGF mundial inferior a 2,1 es una fuerza histórica más poderosa que incluso el fecundo Musk. Se acerca. Y no hay nada que podamos hacer para impedirlo.
Julián Quirós