ABC (Toledo / Castilla-La Mancha)
Elogio de la transmisión ALONSO SÁINZ
«Escuchábamos a nuestra ministra de Educación decir que acumular contenidos ya no sirve en la era de la inteligencia artificial, en una buena síntesis de la desconfianza social del poder transformador del saber en el crecimiento de la persona. Tan es así,
POR TANIA
EL acto de transmitir no es sencillo, y requiere mucho amor genuino, en el caso de los profesores, hacia los estudiantes y hacia el mundo. Por un lado, comprender que querer a los jóvenes es exigirles, tomarles en serio, no ponérselo fácil, darles más de lo que ya tienen. Y por otro, profesar una pasión por el conocimiento hasta el punto de erotizarlo, hacerlo atractivo, o –en palabras de Recalcati– convertirlo en objeto de deseo para aquellos que no lo conocen.
En una tendencia ‘Mr.Wonderfulista’, el amor por los niños se ha traducido en un cuidado emocional que los proteja de toda frustración presente, en un malentendido bienestar, comprometiendo su capacidad para desenvolverse con las frustraciones futuras, que vendrán. Por ello, el primer gesto de respeto hacia los más jóvenes tiene que ver con esa frase de Pedro Salinas que dice «permíteme el dolor alguna vez, es que he visto en ti tu mejor tú, ese que no viste, pero que yo ya veo». O, dicho de otro modo, no engañemos y no nos engañemos, no hay atajos poco fatigosos para crecer, y nadie progresa con la condescendencia sino con la sana exigencia de quien ve tu actuar futuro en la potencia presente.
Por otro lado, como nos enseñó la gran Hannah Arendt, el acto de transmitir es esperanzador, pues supone que alguien ha amado tanto el mundo, o un pedazo de él, lo suficiente como para dedicar su vida a transmitirlo, haciendo de la cultura otro nombre de la esperanza. De ahí la importante demanda docente de tener tiempo para estudiar, para preparar sus clases, para desarrollar la relación con su objeto de estudio, pues, como todo amor, pierde fuerza si no se le presta una cuidadosa atención.
Sin embargo, esta tarea de amor por los niños y el mundo, que parece rutinaria, no encuentra a menudo los mimbres para su efectiva culminación; en lo que se ha venido a llamar la ‘crisis de la transmisión’, que es algo así como el imperativo de educar sin transmitir.
Son muchas las manifestaciones que tenemos de esta crisis. En su obra ‘Los desheredados’ el profesor Bellamy nos cuenta que un antiguo ministro francés estaba entusiasmado con la idea de liberar a los jóvenes de la penosa tarea de recibir un legado cultural, pues ellos, nativos digitales, ya tienen mejor acceso a la información que sus padres y profesores. Esta tendencia, como saben, no se reduce a Francia ni a los políticos. Liberarlos de la transmisión, o de acciones de la misma familia como estudiar, memorizar, conocer o aprender sintaxis, es un mantra supranacional que contrasta con la efervescencia con que se defiende la recuperación de la memoria histórica (sin memoria), o con el rasgamiento de vestiduras ante los niveles de comprensión lectora de nuestros chavales en PISA. El contexto de crisis de la transmisión tiene que ver con múltiples factores, pero principalmente con una falta de amor al mundo heredado que se refleja en el desprestigio del saber en favor del entusiasmo por la información a golpe de click; y con el desdibujamiento consecuente de la misión de la escuela y del profesorado, al tambalearse lo que era la fuente más legítima de su autoridad: ser representantes de la cultura y del saber.
Hace algo más de un año escuchábamos a nuestra ministra de Educación decir que «acumular contenidos ya no sirve en la era de la inteligencia artificial», en una buena síntesis de la desconfianza social del poder transformador del saber en el crecimiento de la persona. Tan es así, que no paramos de apellidar a la pobre educación, al no saber muy bien para qué sirve transmitir. De ahí la educación para la paz, la educación para el desarrollo sostenible o la educación emocional; como si enseñar Historia, Matemáticas o grandes libros no sirviese, de una, al crecimiento integral de la persona; y lo que es peor, esperando de ella que solucione los problemas sociales que no le competen.
Leer con soltura y sin miedo textos difíciles, que los nombres de las calles te hablen, o que te conmuevas con una pieza de música clásica no es un extra opcional de una élite intelectual, o no debería serlo. Es parte de comprenderte a ti mismo, a los demás y al mundo que te rodea. Saber que no eres ni el primero ni el único, que el mundo no nace contigo. Que perteneces –y no solo participas– de un entramado del que eres juez y parte, renovador y responsable. De lo contrario, sin transmisión, abandonamos a los alumnos a lo que ya traen de cuna, en un gesto de honda injusticia social.
Este era el reclamo de Cécile Ladjali, profesora de Literatura de un instituto de secundaria de un barrio pobre parisino, cuando sus compañeros le animaban a dar más ‘hip-hop’ y menos Shakespeare en clase, para ser innovadora y motivarlos. Y es el mismo grito del profesor de Música Alberto Royo cuando en un acalorado debate televisivo se preguntaba de qué manera innovadora podía enseñar la forma sonata a sus alumnos sin engañarlos, esto es, no solo buscando su diversión, sino sobre todo su aprendizaje para saltar a otro nivel de disfrute.
Así las cosas, no es de extrañar el momento de malestar docente al que asistimos, reflejado en las paradojas de la profesión. Docentes obligados a educar sin transmitir. En las encuestas, la profesión docente sale como una de las mejor valoradas por la sociedad, pero casi nadie la querría para sus hijos. Son admirados, pero de lejos. También se dice que son imprescindibles para salvar las trayectorias de los estudiantes, pero a la vez se les responsabiliza de su bajo rendimiento. Salvadores, pero culpables. Además, mientras se insta desde los organismos internacionales a aumentar los grados de autonomía de su ejercicio y juicio profesional, se les obliga a rendir cada vez más cuentas mediante un tsunami burocrático que los sofoca. Autónomos, pero burocratizados. Asimismo, se dice de ellos que son las piedras angulares del sistema educativo, pero a la vez se espera que sean facilitadores sin intervenir en la construcción autónoma del aprendizaje de los alumnos, en una suerte de desdibujamiento de su función de transmisores de la cultura y el saber. Piedras angulares, pero prescindibles.
La autoridad docente residía en su tarea clásica de transmitir. En un contexto de multiplicación de tareas, su misión se descentra, y se polariza el debate: entre la educación tradicional y progresista, entre innovar o conservar, entre ‘profesaurios’ o ‘eduinnovadores’, y entre contenidos o competencias. Discusión mentirosa porque es imposible educar sin conservar, del mismo modo que es imposible innovar en el vacío, o ser competentes sin tener nada en la cabeza.
Un docente que pasa ocho horas al día delante de niños y jóvenes quiere que le dejen ejercer su tarea, que no es la de psicólogo ni terapeuta, aunque su trabajo tenga un efecto sanador. Dejemos que los profesores transmitan, elogiemos su tarea, permitamos, promovamos y posibilitemos, desde la política y desde la sociedad, que la milenaria tarea siga su curso.
Julián Quirós