ABC - Viajar

La belleza medieval y la industrial se gustan

En la capital de Estonia los robots llevan comida por la calle junto a uno de los cascos históricos más bonitos del norte de Europa

- POR JUAN FRANCISCO ALONSO

Las piedras que pisan los turistas en el casco histórico de Tallin nos trasladan miles de años atrás, a un glaciar inmenso, a la morrena que dejó. Tienen diferentes tonos, del negro al rosa, más vivos bajo la lluvia, y al salir del hotel esas piedras ya hablan de una ciudad de ochociento­s años que conserva sus casas, sus torres, la muralla (su aspecto actual se remonta a 1530)... y los adoquines. Casi todo es como fue. Dice Gersom Arbelo, un guía canario que lleva diez años aquí, que uno de sus compañeros, con mucha experienci­a, cuenta una vieja leyenda que explica cómo ni la guerra pudo con estos muros. «La leyenda dice que cuando pasaron los aviones que venían de San Petersburg­o, el 9 de marzo de 1944, los pilotos vieron desde el cielo una ciudad tan hermosa que esperaron treinta segundos a soltar las bombas. Solo cayó un edificio importante, la iglesia de San Nicolás, aunque el fuego posterior que viajó por los tejados también destruyó la torre del Ayuntamien­to y muchas casas».

En Tallin viven 400.000 personas (en Estonia, 1,3 millones). Es un territorio pequeño del Mar Báltico dominado durante siglos por daneses, alemanes, suecos y rusos. Su primera independen­cia fue en 1918, tras el final de la I Guerra Mundial, el conflicto global, y su guerra particular contra las tropas rusas. La segunda, en 1991, cuando dejó de formar parte de la URSS. Todo es muy reciente. De hecho aún hay barriadas enteras de edificios de época comunista construido­s para los JJ.OO. de Moscú 1980 (en Tallin estaba el canal de las regatas), aún viven ahí miles de rusos que apenas hablan estonio, aún se mantiene el viejo recelo y ambas comunidade­s raramente forman familias.

Todo es muy reciente, pero al mismo tiempo es muy lejano. Lo cierto es que junto a la vieja Tallin se construye una ciudad del futuro. Y quizá esa convivenci­a entre los robots y las piedras sea lo más sorprenden­te de este viaje.

Los turistas se dirigen primero a la ciudad medieval, ávidos de ver la puerta de Viru, la entrada más conocida al casco histórico. En Tallin quedan 26 torres (de las 46 que llegó a haber), casi dos kilómetros de muralla y seis puertas, incluida esta de Viru. Los orígenes de la ciudad se remontan al siglo XIII, cuando los caballeros cruzados de la Orden Teutónica construyer­on un castillo. Luego fue creciendo hasta ser uno de los principale­s centros de la Liga Hanseática, aquella poderosa alianza defensiva y económica de países del norte de Europa. La prosperida­d de esa época se refleja en edificios públicos, en iglesias (hoy Estonia es un país completame­nte laico) y mansiones que han sobrevivid­o a las guerras y al implacable paso del tiempo. En la iglesia de San Nicolás, reconstrui­da tras el bombardeo de 1944, hoy un museo, se conserva la ‘Danza macabra’, parte de la obra del siglo XV de Bernt Notke para Reval (como se llamó Tallin durante siglos) que ilustra la trascenden­cia de la vida.

Robots junto al viejo ferrocarri­l

El Tallin histórico puede atrapar al viajero diez años (como a Gersom) o un fin de semana largo, como a muchos turistas («qué bonito es esto», se escucha en español en la calle). Es una ciudad pequeña, pero tan perfecta que hay que mirarla y remirarla muchas veces. Tiene además una noche viva, llena de bares y calles bulliciosa­s, en cuanto el frío lo permite. Y tiene además, esos barrios nuevos donde los robots llevan la comida a casa y hay saunas en una cervecería.

EN LOS BARRIOS DE TELLISKIVI Y NOBLESSNER TRIUNFA LA VANGUARDIA

Telliskivi es el más cercano a la ciudad amurallada. A cinco minutos a pie literalmen­te. Su historia comienza a finales del siglo XIX, cuando la nobleza local y el gobierno de los zares crearon el ferrocarri­l que unía Tallin con San Petersburg­o, ciudades separadas por unos 400 km. A su alrededor nació una industria ferroviari­a para fabricar locomotora­s y vagones. Se construyer­on diez naves de piedra caliza, con adornos en ladrillo, que hoy son edificios protegidos. El nombre actual del barrio, Telliskivi, alude precisamen­te al ladrillo rojo. Después de la II Guerra Mundial pasaron a ser instalacio­nes de ingeniería eléctrica. Y más tarde el barrio cayó en el abandono. Hasta que en 2007 empezó a surgir el nuevo Telliskivi.

En quince años, el barrio industrial se ha convertido en un hogar para 250 pequeñas empresas de economía creativa, fábricas de pan o cerveza, una destilería de ginebra y bar (Junimperiu­m), una docena de restaurant­es, una librería-cafetería (Literaat), un

espectacul­ar edificio (Fotografis­ka) con exposicion­es y un restaurant­e que tiene una estrella verde Michelin, y robots que llevan la comida a casa en un radio de acción de 500 m desde cada base (Starship - Food Delivery). Desde la estación de ferrocarri­l actual se puede ir a muchos sitios, pero, desde 2020, no a Moscú. El tren a la capital rusa tardaba 19 horas y 50 minutos a la ida, una hora menos para la vuelta. Telliskivi comienza en esa estación y en el inmediato mercado de Abastos, que ocupa un espacio donde hubo un hospital para los ‘supuestame­nte muertos’ creado (hay documentos de 1862 sobre este edificio) por un doctor excéntrico preocupado porque corrían rumores sobre personas que resucitaba­n o que eran enterradas vivas. El hospital llegó a inaugurars­e, pero no tuvo éxito por falta de ‘clientes’. Tiraron abajo el edificio para construir las naves donde se guardaban los vagones.

Hoy, el Mercado de Abastos es un enorme edificio donde los estonios compran pescado fresco, fruta o queso, comen en algún restaurant­e informal o brujulean por un interesant­e mercado de antigüedad­es en el que se venden objetos de la antigua URSS, como cámaras fotográfic­as o gorras militares. Y de ahí a explorar Telliskivi hasta el edificio Fotografis­ka, donde hasta junio puede verse una exposición de fotos míticas de Peter Lindbergh en las que posan las grandes modelos de los años 90.

Los submarinos del zar

Port Noblessner, barrio también pujante y moderno de Tallin, tiene otra larga historia que empezó en 1913, cuando dos empresario­s de San Petersburg­o fundaron los astilleros más grandes del Báltico. Aquí se construían los submarinos para el imperio zarista, doce entre 1913 y 1917. Un siglo más tarde, a partir de 2014, empezó a desarrolla­rse una zona moderna en la que se han recuperado las ocho naves industrial­es de aquella época para otros usos, rodeadas hoy de viviendas de lujo de diseño colorista. Podemos comer en el acogedor y precioso Lore Bistroo, dejarse querer por un dos estrellas Michelin (180° by Matthias Diether), llevar a los niños

a un parque interior de juegos inspirado en la obra de Julio Verne (Proto) o tomar una cerveza artesanal en una fábrica (Põhjala Brewery) que ocupa uno de los viejos almacenes, con un bar-restaurant­e lleno de vida y de color en el que se cuentan veinticuat­ro grifos de cerveza… y una sauna en la que compartir un trago con los amigos.

En el siglo XX, tras la primera independen­cia estonia, en Noblessner se construyer­on barcos más pequeños, de pesca, pero ya no submarinos. Hasta la II Guerra Mundial. Después, en este lugar se repararon barcos balleneros y de pesca de arrastre. En 1937, Estonia compró dos submarinos, uno destruido en la II Guerra Mundial, y el otro (el Lembit) restaurado en estos astilleros y que se expone ahora en el Museo Marítimo. Con toda esa historia no es de extrañar que los edificios de la arquitectu­ra industrial más bonitos de Tallin estén en Noblessner. Alrededor, el mar gélido y sin embargo muy vivo. «Somos gente del bosque y gente del mar, con una costa de 3.800 km. Nuestro sueño es tener una ventana con vistas al mar», afirma Katri Kulm, guía turística, junto a esos pisos que deben valer un ojo de la cara.

En Noblessner hay otra sauna (además de la que ofrece la cervecería Põhjala Brewery). Como en Finlandia y en otros lugares del norte, la sauna no solo abre los poros, sino también el alma de sus usuarios. En su interior se habla de la vida en sentido amplio. En el Iglupark (iglupark.com), junto al mar, dos amigos crearon unas pequeñas cabañas-sauna con la intención de venderlas. Luego pensaron que por qué no comerciali­zarlas como lugar de reunión, como hotel y, por supuesto, como sauna. En su interior, estos dos amigos ofrecen ahora una experienci­a en la que se mezclan el calor y sudor que se supone con un ritual sorprenden­te e incluso extravagan­te para los extranjero­s que incluye golpes con ramas de abedul, canciones tradiciona­les, cubos de agua fría y una zambullida en el gélido mar, antes de volver al calor, de regresar al amable casco histórico y de tomar un café para subir la tensión. Un paseo corto desde los robots y la bohemia al Tallin medieval, dos mundos que se gustan. O se dan ‘likes’.

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// FOTOS: JFA La plaza del Ayuntamien­to de Tallin, el centro del casco histórico
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Puerta de Viru, la entrada más conocida al casco histórico
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 ?? ?? Junimperiu­m, una destilería de ginebra y bar en Telliskivi
Junimperiu­m, una destilería de ginebra y bar en Telliskivi
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Robots que llevan comida a casa en Telliskivi
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// ABC Burbujas que son salas de reuniones en el renovado barrio de Port Noblessner
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Lore Bistroo, en una de las naves recuperada­s de los astilleros de Port Noblessner

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