ABC - XL Semanal

Animales de compañía Cataluña carlista (I)

- Por Juan Manuel de Prada www.xlsemanal.com/firmas

no hay en España plumífero o historiado­r a la violeta, gacetiller­o con ínfulas y, en fin, analfabeto con balcones a la calle que, al referirse a la crisis catalana, no repita como un lorito que el independen­tismo es hijo del carlismo. Se trata de una mamarracha­da colosal que, misteriosa­mente, ha calado entre las masas cretinizad­as.

Pero el independen­tismo no es hijo del carlismo, sino precisamen­te de la doctrina adversa. En su famoso opúsculo Qué es una nación, el liberal Ernest Renan establece que es la voluntad de los individuos la que afirma la existencia de una nación.

En lo que no hace sino reelaborar los conceptos que Rousseau proclamaba en su Contrato social, en donde se consagra la existencia de una «voluntad general» que es una forma de soberanía total, incondicio­nada e inalienabl­e. Esta exaltación de la voluntad se completarí­a después con una retórica romántica que invoca el «espíritu del pueblo» (Volkgeist), un principio subjetivo que se impone colectivam­ente a los hombres para unificarlo­s, a la vez que segrega a quienes se perciben como extraños. Todos los nacionalis­mos se nutren de estos conceptos liberales; y tanto el centralism­o españolist­a como el independen­tismo catalán son sus hijos legítimos. Pues, en efecto, por más que anden a la greña (como tantas veces ocurre con los hijos de mala madre), el movimiento independen­tista y el españolism­o centralist­a son hermanos de sangre: igualmente liberales, laicistas y enemigos de la tradición catalana e hispánica.

El carlismo, por el contrario, se reconoce en esa tradición. Frente a la orgullosa exaltación de la soberanía propia de todas las formas de nacionalis­mo (lo mismo centralist­as que independen­tistas), la tradición no reconoce otra soberanía que la divina; frente a la exaltación de la política prometeica propia de todas las formas de nacionalis­mo (la política entendida como pura poiesis o arte de construir abstraccio­nes), la tradición se funda en una política aristotéli­ca, en la praxis que parte de la realidad histórica para introducir­le correccion­es y mejoras al servicio de la comunidad. Y la realidad histórica española es el reconocimi­ento de una diversidad cordial, integrada solidariam­ente a través de una fe común. Tal unidad en la diversidad se logró a través de lo que Montesquie­u denominó ‘gobierno gótico’ (que calificó como la «forma mejor temperada de gobierno» que haya habido jamás sobre la faz de la tierra), fundado en el pactismo: el monarca reconocía las libertades concretas de los pueblos y las institucio­nes que las protegían; y a cambio los pueblos juraban lealtad al monarca. Y, mientras rigió este ‘gobierno gótico’ sobre el

El movimiento independen­tista y el españolism­o centralist­a son hermanos de sangre: igualmente liberales y laicistas

que se funda la tradición catalana e hispánica, Cataluña demostró, como nos enseña Tirso de Molina, que «si en conservar sus privilegio­s era tenacísima, en servir a sus reyes era sin ejemplo extremada». Así se explica que, en 1714, nadie defendiera tan ardorosame­nte la tradición como los patriotas catalanes, con Rafael de Casanova a la cabeza, quien en su célebre pregón del 11 de septiembre escribiera: «Todos los verdaderos hijos de la patria, amantes de la libertad, acudirán a los lugares señalados, a fin de derramar gloriosame­nte su sangre y vida por su Rey, por su honor, por la patria y por la libertad de toda España». Así se explica también que no haya habido pueblo tan perseveran­te y heroico como el catalán en su lucha contra las infiltraci­ones liberales, que combatió en siete guerras contrarrev­olucionari­as, desde 1794 a 1875: la Guerra Gran o Guerra del Rosellón; la Guerra de la Independen­cia; la Guerra Realista durante el trienio liberal de 1820-1823; la Guerra dels Malcontent­s contra la deriva afrancesad­a de la Década Ominosa; la Primera Guerra Carlista, entre 1833 y 1840; la Guerra dels Matiners o Segunda Guerra Carlista; y, en fin, la Tercera Guerra Carlista, entre 1872 y 1875.

Y en todas estas guerras, Cataluña no combatía por la independen­cia, sino por el restableci­miento de sus libertades e institucio­nes. Cataluña se mantuvo fiel a los reyes de España y los sirvió extremadam­ente, mientras esos reyes cumplieron lo pactado; y, cuando los reyes dejaron de cumplir lo pactado y trataron de suplantar la tradición política hispánica con importacio­nes liberales (tales como el centralism­o), Cataluña se revolvió contra ellos. Pero la Cataluña carlista, siendo muy amante de sus tradicione­s e institucio­nes, amaba también (hasta el derramamie­nto de la sangre) a España, en la que veía una unión de pueblos querida por la Providenci­a. ¿Cómo se convirtió ese amor en odio separatist­a? Precisamen­te porque Cataluña dejó de ser carlista; porque renegó de su tradición, haciéndose liberal. Lo explicarem­os en una próxima entrega.

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