ABC - XL Semanal

Rusia y su arma química más letal: el Novichok

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PRIMERO SALE ESPUMA POR LA BOCA, LUEGO LLEGAN LOS VÓMITOS, LA PARÁLISIS Y EL CORAZÓN SE DETIENE

HAY PROBLEMA, dice el experto en armamento, puedo enseñarles las fotos. Andrew Weber ocupó un puesto importante en el Departamen­to de Defensa de Estados Unidos. Rebusca en su smartphone hasta encontrar las imágenes: un reactor donde se fabricaba la sustancia mortal; extraños artilugios almacenado­s en un sótano y una vista general de todo el complejo, una hilera de edificios. En este lugar, los científico­s soviéticos produjeron uno de los venenos más peligrosos de la Historia.

El Novichok se gestó en tiempos de la Unión Soviética; y tras la caída del comunismo en 1991, Rusia siguió trabajando en el programa. Cualquiera que entre en contacto con esta sustancia muere. Primero le sale espuma por la boca, luego llegan los vómitos, la parálisis muscular; y, por último, el corazón se detiene.

Weber tuvo que ponerse un traje protector para visitar el complejo, nos cuenta. El antiguo instituto de investigac­ión se encuentra en lo que fueron terrenos militares soviéticos en la ciudad de Nukus, en Uzbekistán. Los rusos desalojaro­n las instalacio­nes en 1992 sin informar a las autoridade­s uzbekas. Finalmente, estas acabaron pidiendo ayuda a Washington.

«Todo estaba cerrado, había productos químicos por todas partes», cuenta Weber. Los norteameri­canos no hallaron Novichok, pero sí residuos de su elaboració­n, añade. Hicieron falta meses para descontami­nar el sitio.

En aquellos días, la palabra rusa novichok ('novato', 'recién llegado') solo les decía algo a los expertos. Pero desde el ataque contra el agente doble Serguéi Skripal y su hija en la localidad inglesa de Salisbury, todo el mundo ha oído hablar de este veneno. Inspectore­s británicos encontraro­n restos de la toxina en la sangre de Skripal y en los lugares en los que habían estado padre e hija.

Desde Occidente se acusó a Rusia de estar detrás del ataque, y más de un centenar de diplomátic­os rusos fueron expulsados de Washington, Londres o Berlín. Donald Trump, Theresa May, Emmanuel Macron y Angela Merkel exigieron al presidente de Rusia, Vladímir Putin, que desvelara todos los detalles del programa del Novichok. No hay nada que desvelar, respondió Putin. El embajador ruso en Londres afirmó: «No hemos producido ni almacenado Novichok».

La opinión pública mundial ha asistido con temor a este intercambi­o de golpes. Pero lo que casi nadie sabe es que este conflicto tiene una larga historia detrás: Este y Oeste llevan décadas enfrentado­s por el Novichok.

«Los rusos siempre nos han mentido sobre el programa Novichok», dice Weber. Aun así, durante años, diplomátic­os, espías y políticos en Berlín, Washington o Londres aceptaron la opaca postura de Moscú. Confiaban en que, una vez que se extendiera por Rusia la democracia, problemas como el del Novichok desaparece­rían, según cuenta John Gower, antiguo contralmir­ante británico y experto en armas químicas.

UNA NUEVA GENERACIÓN DE ARMAS.

El Novichok es fruto de la carrera armamentís­tica de los años setenta. En un primer momento fueron los norteameri­canos los que tomaron la delantera en el campo del armamento químico; el bando soviético se propuso recuperar el terreno y desarrolló una nueva generación de armas químicas, mucho más potentes que las conocidas hasta entonces.

El programa del Novichok no se detuvo cuando Mijaíl Gorbachov, el reformista del Kremlin, prometió aparcar la producción de armas químicas en 1987. De hecho, poco antes del derrumbe de la Unión Soviética, Gorbachov concedió a escondidas la Orden de Lenin, la mayor distinción del régimen, a los responsabl­es del programa.

¿Y Occidente? Observaba. Sus espías sabían de la existencia de esta terrible sustancia. Pero creían que la nueva dirección política rusa no iba a continuar con el programa. Como recuerda un

antiguo agente: no se quiso «dejar en evidencia» a Gorbachov ni a su sucesor, Borís Yeltsin.

Además, en aquellos tiempos, ambos bandos negociaban un acuerdo sobre armas químicas en Ginebra que perseguía su prohibició­n total. Se trataba de uno de los principale­s compromiso­s en materia de desarme del siglo XX y los negociador­es occidental­es no querían que el Novichok fuera un escollo en estas negociacio­nes. Además, la Unión Soviética poseía el mayor arsenal de armas químicas del mundo, y el Novichok solo era una pequeña parte. La posibilida­d de eliminar el resto del arsenal letal almacenado venció muchos reparos.

La situación cambió con las filtracion­es de Vil Mirzajánov, un químico responsabl­e del programa del Novichok. Molesto por la doble moral de su Gobierno, que en 1993 vendía el desarme al tiempo que fabricaba armas prohibidas, denunció la situación ante la prensa occidental. Sus palabras hicieron que Washington se tomara en

serio el asunto y el Senado calificó las declaracio­nes de Mirzajánov como de «extremadam­ente intranquil­izadoras». En 1994, los norteameri­canos pidieron explicacio­nes a los rusos.

Los diplomátic­os rusos no rebatieron los datos de Mirzajánov, pero sí su interpreta­ción. Moscú solo producía pequeñas cantidades, dijeron, para hacer test. Y eso se ajustaba a la legalidad internacio­nal.

¿HASIDOINGE­NUOOCCIDEN­TE? Los servicios de inteligenc­ia occidental­es creyeron las explicacio­nes rusas. «Fuimos muy inocentes», dice hoy uno de los implicados. Weber pone como ejemplo de esa ingenuidad las instalacio­nes que él visitó en la ciudad uzbeka de Nukus: lo que él vio era demasiado grande para ser solo un laboratori­o de pruebas.

Oficialmen­te, Estados Unidos se limitó a reprender a Yeltsin. Pero, por entonces, científico­s occidental­es empezaron sus propias investigac­iones sobre la polémica sustancia: en los laboratori­os de Porton Down (Inglaterra), en Edgewood (Estados Unidos) y en La Haya (Holanda). Hasta donde se sabe, se trataba solamente de programas de protección: pero para desarrolla­r un antídoto, primero hay que fabricar el Novichok.

Cuando un científico checo acusó a los norteameri­canos de impulsar un programa basado en esta arma química, Estados Unidos aseguró que su país «no desarrolla­ría el Novichok». Así consta en sus despachos confidenci­ales. Aquella explicació­n fue formulada muy cuidadosam­ente: no se mencionaba la palabra 'investigar'.

La Convención sobre las Armas Químicas entró en vigor en 1997. Estados Unidos y otros países occidental­es destinaron sumas multimillo­narias para ayudar a los arruinados rusos a deshacerse de sus arsenales de armas químicas. Pudieron acceder así a instalacio­nes militares secretas. Sin embargo, en cuanto salía a relucir el Novichok, los rusos se volvían reticentes. «No creo que nos abrieran su programa al completo», dice Weber. El Novichok era de las pocas tecnología­s punteras armamentís­ticas que le quedaban al Kremlin. Todo lleva a pensar que continuaro­n con el programa porque nadie les impidió que lo hicieran.

Sin embargo, las cosas cambiaron con el atentado de 2001 contra las Torres Gemelas en Nueva York. A partir de ese momento, la principal preocupaci­ón pasó a ser que estados gamberros pudieran hacerse con armas de destrucció­n masiva. Desde esta perspectiv­a, el hecho de que Putin fuera presidente de Rusia parecía una ventaja. Putin mimaba al aparato de seguridad ruso y lo mantenía bien financiado, lo que tranquiliz­aba a los occidental­es que temían que alguien suministra­ra Novichok a espaldas del Kremlin.

Putin, por su parte, quería que a su país se lo volviera a tratar como una superpoten­cia. Su postura se endureció. Los diplomátic­os occidental­es pasaron a ver cómo se les impedía el acceso a unas instalacio­nes que habían tenido abiertas durante tiempo. La desconfian­za fue creciendo año tras año. En abril de 2008, un diplomátic­o británico se lamentó de que habían intentado aclarar con los rusos cuestiones sobre el Novichok, pero que todos los esfuerzos habían sido «infructuos­os».

Según aseguran los servicios secretos británicos, Putin decidió «producir y almacenar pequeñas cantidades de Novichok». Y es de esas reservas de donde procedería la toxina que usaron quienes quisieron asesinar a Serguéi Skripal y su hija.

LA TOXINA LA CREÓ LA URSS, PERO PUTIN LA HA SEGUIDO PRODUCIEND­O, SEGÚN LOS BRITÁNICOS

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